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ALEJANDRO DE VILLALMONTE 335 nos le presenta siempre como el «Hombre para el Padre»: Viene de Dios, pasa por el mundo, reúne a los hombres que el Padre le ha da do y los lleva para revelar la gloria que tiene junto al Padre. Por lo que respecta a nosotros, el otro es camino para Dios cuando es nues tro hermano. Pero, no me es posible verlo como hermano: ni a la hermana agua, ni al hermano sol, ni al hermano lobo, ni al hermano en Cristo, si antes no estoy situado en Dios y miro las cosas desde Dios. Así, únicamente, vio la hermandad de todas las cosas y hombres el hermano Francisco de Asís, y sólo así se entregó al servicio de amor y entrega a los hombres. Aparte de estos procedimientos discutibles, encontramos en Ro- binson deficiencias positivas en su intento de exposición y acomoda ción del Mensaje cristiano. Efectivamente, teniendo en cuenta la mentalidad y la sensibili dad del hombre secularizado que nos describe Robinson, nos parece injustificada la ausencia total del testim on io cristiano, y de su valor kerigmático y misionero. Si los cristianos no convencemos con más frecuencia a los incré dulos no es, principalmente, por la forma poco «científica» y excesi vamente conceptual y metafísica en que exponemos el Mensaje. Esta dificultad es fácil de evitar y siempre es secundaria. El hombre posi tivista, inmanentista y vitalista de nuestros días necesita ver y pal par la realidad de lo divino presente en el portador del Mensaje. Que Dios «en sí» tenga toda la grandeza, amor y voluntad salvífica que el predicador propone no habría por qué no admitirlo, en principio. Pero el hombre actual quiere palpar y ver. Cuando se habla del evan gelio del amor, de la Cruz de Cristo y de su resurrección, los hombres actuales, más allá de los signos verbales, quiere imitar al apóstol Tomás: quieren «ver y tocar» la realidad del Resucitado. Por otra parte, este es, diríamos, el «método misionero» que Dios siguió. Du rante siglos habló con palabras-signos verbales; pero luego su Pala bra se hizo carne, para que los hombres viesen y tocasen con sus ma nos la Palabra de vida (I Jn. 1, 1-3). El hombre «secular», tan positivo, de nuestros días, parece decir: Si no veo y toco a Dios, su amor, no creo. ¡Esto es lo decisivo! Naturalmente, quiere ver y tocar a Dios presente en las realidades intramundanas con quienes trata: en el otro hombre que viene a anunciar el Mensaje de Dios: exige que la palabra le llegue hecha carne en el hombre con quien trata del pro blema de Dios y de la fe. Sin embargo, las advertencias de Robinson nos deberían ayudar a que este cristiano que lleva en sí a Dios, no se deje absorber tanto por lo divino, ni se «espiritualice» hasta perder el contacto con las rea lidades mundanales, con todos los problemas sociales, económicos,
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