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GABRIEL DE SOTIELLO 7 7 Esto, al margen de todo contexto, puede ser aceptable. Pero lo deja de ser si perseguimos el sentido que se da en Ortega a ese régimen o ley objetivos. Aqui está la clave del problema. La verdad, la justicia, la religiosidad poseen «un valor en si». ¿Cuál? San Agus­ tín, para presentar un ejemplo de m áxim a diafan idad sobre el tema, descubre en ese valor en sí a Dios y es ése uno de los cam inos de que se sirve para llegar al Dios personal. Presento aquí su testimonio para que, por contraste, se pueda apreciar con justeza la postura orteguiana. Escribió el san to : «En consecuencia, no podrás negar que existe la verdad inmutable, que contiene en si todas las cosas que son inmutablem ente verdaderas; de la cual verdad no podrás decir que es propia o exclusivamente tuya o m ía o de cualquier otro, sino que se halla pron ta y se ofrece en común a todos cuantos son capaces de ver las verdades inmutables» (De lib. arb., II, 12, 33). Y exclam a : «Te invoco, Deus veritas, in quo e t a quo et per quem vera sunt quae vera sunt om n ia ... Deus bonum e t pu lchrum , a quo e t per quem bona e t pu lchra sun t quae bona et pu lchra sunt om n ia». La justificación de esa validez en si la encuentra san Agustín, y tras él toda la filosofía cristiana, en Dios. Ortega, en cambio, la encuentra en el hombre. Para aclarar esta afirm ación hagam os una breve referencia a su teoría de los valores, uno de los cuales es el valor religioso. Nos viene a decir que ese mundo espiritual de la justicia, de la verdad, de la sa­ cralidad, no es más que una cualidad. Una cualidad que captamos al en fren tarnos con las cosas, pero que no rem ite a n ingún ser personal y trascendente. Esas cualidades son de las cosas: pero las cosas las osten tan gra­ cias a que el hombre va hacia ellas con una especie de apriori. No caemos en el su jetivismo relativista. En «El tem a de nuestro tiempo» hace surgir del hombre el mundo de la cultura, uno de cuyos ingre­ dientes es lo religioso. «Vida espiritual no es otra cosa que ese reper­ torio de funciones vitales, cuyos productos o resultados tienen una consistencia transvital» (III, 167). El valor transvital no existía antes de ejecu tar el hombre su ac­ ción, de lo contrario no lo llam aría producto o resultado de la acción vital. Se com ienza, pues, con una exigencia vital, que es un senti­ m iento. El hombre no es, como piensa la corriente aristotélica, cono­ cim iento primero y luego tendencia. Somos ante todo un sistem a de preferencias. Hay en nosotros una exigencia radical — que es irra­ cional, desde el m om en to que no podemos dar razón de por qué la tenemos — de belleza, de justicia, de religiosidad. Esas exigencias en ­ tran en actividad al ponernos en contacto con las cosas, y de ese maridaje surgen los valores de justica, verdad, belleza, etc. «Conse­ cuentemente, las funciones vitales en que esas cosas se producen,

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