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98 DIOS Y LO R ELIG IO SO .. Sin embargo la enseñanza de la religión no le debió de preocupar gran cosa. En el cuadro de m aterias de la enseñanza superior que debe recibir el hombre medio no figura la religión ni la teología, porque pensaba que el contenido de la cu ltura que hace 500 años em anaba en buena parte de los Concilios, porque se creía en ellos, hoy parte de la ciencia (IV , 343). L lam a la atención el que uno de los valores máxim os del catoli­ cismo, me refiero al m isticismo, h aya encontrado en O rtega tan equi­ vocada comprensión. Se opuso al m isticismo por dos razones funda ­ mentales. La primera porque no nos enriquecía en nada respecto del conocim iento de Dios. A firm a que sería un error desdeñar lo que ve el m ístico, porque sólo puede verlo él. Hay quienes ven m á s que los de­ m ás y estos deben aceptar esa superioridad cuando ella se m an i­ fiesta evidente. Pero la visión m ística, al fin y al cabo, no redunda beneficio alguno intelectual y nos enseña in fin itam en te más la teo­ logía. La o tra razón fue porque vio en el m isticism o nada menos que un sustitutivo de la verdadera religión. Los místicos, en lugar de ocu­ parse de lo que es auténtica religión, habrían colocado en un primer p lano apariencias religiosas, desmesurada afición a los ritos, a ser espectadores de misterios. Representaría el m isticismo una frivolidad religiosa (I X , 724). Es difícil dar la razón a Ortega cuando hace tales afirmaciones de todo misticismo. La relación fundam en tal con Dios está m ás bien tejida de con­ fianza y esperanza. «La creencia o fe en Dios, m ás aún, y no es paradoja, que creer en que existe es confiar en El y tener en El espe­ ran za ... Y es muy probable que la única manera que tiene e l hombre para poder creer de verdad en que Dios existe es, antes de creer esto, creerle a El, confiar en El, aún para uno, inexistente. Esta extraña combinación es la autén tica fe. Y o no sé si con lo que he d icho ... he dicho alguna herejía, pero de lo que estoy cierto es que es la idea m á s eficaz que cabe tener de la fe en Dios» (IX , 104). He querido reservar para el final esta confesión h echa en los ú lti­ mos años de su vida, porque me parece significativa. Nos evoca aque­ llas palabras del primer capítulo de las Confesiones de san A gu stín : «Dame, Señor, a conocer y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, o si es antes conocerte que invocarte». Pero el san to se que­ da definitivamente con que la invocación de la fe presupone la certeza de la existencia de Dios que esa m ism a fe le ha infundido. De todos modos el que com ienza invocando, confiando, es porque con fía que al otro lado del telón hay Alguien que le está escuchando. G abriel de S otiello , O. F. M . Cap. Colegio de Filosofía. - Salamanca.

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