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A L E JA N D R O D E V IL L A L M O N T E 9 Si cree, entra a participar de la salvación de Dios y, si no cree, queda bajo la ira de Dios. La predicación tiende a ser y es un signo de le vantamiento y de caída para los hombres. Lo es la Palabra sustantiva que Dios habló en Cristo (Le. 2, 34; Hb. 1, 1) y lo es también toda otra palabra. La predicación puede provocar la fe y engendrar a Cristo en los corazones; pero, también puede provocar la desobedien cia y el escándalo. El kerigma de salvación porta la alegría triunfal del amor caritativo del Padre que se nos manifiesta en Cristo muerto y resucitado. Pero, la caridad del Padre es señorial y santa y por ello, cuando es revelada por la predicación, exige obediencia y entrega in condicional a Dios en la fe. Más adelante tendremos ocasión de con cretar mejor la eficiencia propia de la predicación y su fuerza sal vadora. De aquí se sigue que la predicación es también un ’’ju ic io de D io s ” . Siempre que se predica el evangelio se revela un juicio de Dios sobre los hombres que lo oyen. No hace falta que el pregonero de la Buena- nueva pretenda siempre dirigir la atención del oyente hacia el juicio de Dios. Es que el hecho de proponer su mensaje como mensaje de Dios ya implica el que aquí y ahora un juicio de Dios va a tener lu gar. En la Biblia es bien claro que siempre que Dios habla al hombre tiene lugar un juicio. No en el sentido peyorativo que a veces damos a la palabra, sino tomando juicio en el sentido de un discernimiento de espíritus. En los relatos evangélicos aparece claro que, en cualquier mo mento en que Jesús proponía su mensaje a los hombres, la división de los espíritus era inevitable: Unos creen y se entregan al mensaje, y otros endurecen su corazón (Jn. 6 , 60-66). Especialmente el cuarto evangelio está lleno de la dramática lucha que sostiene la predicación —luz y vida de los hombres— para abrirse paso y entre las tinieblas y la muerte. El que cree no entra en la condenación, pero el que no cree ya está juzgado (Jn. 15, 22). El autor de los H e c h o s , a pesar de su visión triunfalista de la Palabra de Dios, constata que no creen todos, sino los que estaban preordenados a la vida (Hech. 13, 48). Con vivacidad y fuerza penetra la palabra «hasta la médula del espíritu humano» y discierne los sentimientos y pensamientos del corazón; y no hay nada invisible en su presencia, antes todo está desnudo y des cubierto a los ojos de aquel a quien hemos de dar cuenta» (Hb. 4, 12-13). Un idéntico mensaje de la cruz «para los que perecen es una insensatez, mas para los que se salvan, para nosotros, es una fuerza de Dios» (I Cor. 1, 18.). «Gracias a Dios que nos hace triunfar en Jesu cristo y por nuestro medio difunde el olor de su noticia por todo el mundo. Pues para los que se salvan somos buen olor de Cristo en Dios y también para los que perecen. Para unos olor que de la muerte
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