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A L E JA N D R O DE V IL L A L M O N T E 31 L a lo c u ra de la p re d ic a c ió n . — La predicación paulina está tan embebida de Cristo y del misterio de su cruz que lo lleva hasta en la misma forma externa de presentarse. Pablo nos habla de la «locura de la predicación» (I Cor. 1, 21-25). Sin duda que la locura de la predicación paulina radica en algo muy profundo, en su contenido mismo, que es Cristo crucificado; la lo­ cura de la Cruz que es escándalo para los judíos y necedad para los gentiles (1 Cor. 1, 23). Pero, así como Pablo llevaba los «estigmas» de Cristo en su corazón y hasta en su misma carne mortal (Gal. 6,17), también llevaba la locura de la Cruz tanto en el contenido como en la forma externa de la predicación. La idea puede parecer secundaria en una reflexión teológica sobre la predicación; pero, es muy signi­ ficativa como expresión y símbolo del intenso y absorbente cristocen- trismo en la actividad misionera de Pablo. La «locura de la predicación» es una expresión completamente paralela a la «locura de la Cruz». Se ve claro que el kerigma paulino, en su misma presentación externa ante los corintios, estaba conta­ giado por la locura de la Cruz que pregonaba. La locura de la Cruz consiste en que, por medio de la ignominia, del anonadamiento, de lo humanamente repelente y afrentoso, cual es lo que pende de una Cruz (Gal. 3, 13), Dios ha obrado la salvación del mundo. Lo que era abominación y maldición para los hombres —un crucificado— ha sido proclamado por Dios como Hijo suyo, fuera del cual no hay sal­ vación. Pues la predicación de Pablo reviste los mismos rasgos externos de la cruz: «Mi predicación a vosotros no fue en sublimidad de pala­ bras, sino en ostentación de poder y de espíritu, lleno de temor, como acobardado» (I Cor. 2, 1-5). La predicación de Pablo no tenia la ele­ gancia literaria que cabría esperar de un famoso predicador, ni de la grandeza de las verdades que proclamaba. Este mismo hecho lo aprovecha Pablo para recomendar la autenticidad divina. Esta visible y real despreocupación por la forma literaria, era una desagradable sorpresa para los Corintios amantes del buen decir. Pero era un des­ cuido buscado, para que los Corintios no quedasen prendidos en las formas exteriores sin llegar al contenido. O atribuyesen la eficiencia de la palabra para trasformar los corazones, más a la donosura, ele­ gancia y fuerza persuasiva humana del lenguaje que a la virtud del Espíritu. La predicación debe ser como Cristo crucificado: ante el hombre natural algo despreciable, hiriente a su sensibilidad, desar­ mónico para su inteligencia. Pero, en su interior contiene la fuerza y poder de Dios: su poder de salvar a los hombres. Así pasa con la palabra evangélica: es algo elemental, sin apariencia, deshilachado

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