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A L E JA N D R O D E V IL L A L M O N T E 25 miento con que predica Pablo después del suceso de Damasco (Hech. 9, 22; 28, 31). La «parresía» apostólica, particularmente en Pablo, designa una actitud interior de matices muy variados. Significa valentía, audacia, seguridad de si mismo, resistencia y agresividad ante el peligro. Y es que el predicar a Cristo crucificado —tema central de la predica­ ción paulina (I Cor. 2, 2; Gal. 5, 11; I Cor. 1, 23)— , es una auténtica insensatez a los ojos de los hombres. Nada más extraño al hombre natural, incluso religioso, que el oír decir que Dios quiere salvar al mundo por la acción de un Crucificado. Por su contenido mismo el kerigma de salvación, ya que predica la locura de la Cruz 1(1 Cor. 1 , 22 ), exige valentía, decisión, mucha seguridad en el que pregona tan escandaloso mensaje. El fundamento de la «audacia» apostólica es la interna certidum­ bre de estar asistidos por la gracia de Dios: «Y tal confianza la tene­ mos por Cristo para con Dios. No que por nosotros mismos seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad viene de Dios, quien nos ha capacitado también para ser ministros de la nueva alianza, no de letra, sino de Espíritu» (I Cor. 3, 4-6). Hecho participante, por elección divina, de la gloria de la Nueva Alianza, Pablo puede hablar con toda seguridad y franquía (parresía) y ejercer su ministerio sin intimidarse por nada, con cara descubierta (Cf. 2 'Cor. 3, 7-18 y 4 per totum). En forma más directa la «audacia» apostólica de Pablo, la libertad espiritual que le permite hablar en franquía sobre Cristo, se apoya sobre la fe en la resurrección de Cristo y nuestra futura resurrección en El: «También nosotros creemos y por eso también hablamos; sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús nos resucitará y pondrá a su 'lado juntamente con vosotros» (2 Cor. 4, 13-14). «Por lo cual, no desfallecemos, antes bien, aun cuando nuestro hombre exterior se desmorone, empero nuestro hombre interior se renueva de día en día. Porque lo momentáneo, ligero, de nuestra tribulación nos pro­ duce, con exceso incalculable siempre creciente, un eterno caudal de gloria» (2 Cor. 4, 16-17). Así pues, el predicador evangélico no sólo es un pregonero del hecho de la resurrección, sino que este acontecimiento determina también la actitud fundamental de su espíritu al anunciar el mensa­ je: la seguridad, valentía, audacia y ufanía espiritual, la alegría in­ mensa con que pregona su mensaje; aun en medio de la muerte a que cada día está condenado el predicador, como una oveja destinada al sacrificio.

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