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BERNARD INO DE ARMELLADA 5 3 Como apéndice ejemplar pongo de relieve la actuación del Apóstol en pro de la unidad y su postura espiritual profundamente unitaria. La segunda parte la dedico a reflexiones concretas un poco as­ céticas, aplicándolas a nuestra situación actual. En modo alguno pre­ tendo ser exhaustivo en esta segunda parte. I.— PABLO, EL APOSTOL DE LA UNIDAD A) Enem igos de la unidad en la actuación apostólica de San Pablo. Puede decirse que la división, la discordia constituyó el denomi­ nador común de todas las dificultades del apostolado paulino... Se­ guramente por ser la unidad — en Cristo para Dios— el hito de todo su apostolado. Su entrada repentina en la comunidad de los cristianos, hasta el último momento objeto de su persecución rabiosa, abrió en el cris­ tianismo algo así como una brecha destinada providencialmente al derramamiento conquistador de los bienes mesiánicos sobre los gen­ tiles, y a una inserción, inexorablemente igualitaria, de todos los pueblos en la comunidad cristiana, por entonces demasiado unida al Israel según la carne. A este fenómeno llama Pablo en su autoapología dirigida a los Gálatas el «evangelio de la incircuncisión». Porque Dios le hizo per­ cibir con singular clarividencia que en la carne de Cristo se había desmoronado totalmente y para siempre aquella Ley judía que había sido muro de separación entre Israel y la gentilidad (Ef. 2, 16-18). Pablo comprende que al pasar al grupo de los «nazarenos» no re­ nuncia al pueblo de Dios, sino que se abre a una comunión humana superior que convierte en sinrazón todos los cismas y persecuciones. La conversión de Pablo no era deserción de nada. O si se quiere, era sólo deserción de las ideas de casta, de las divisiones. Pero no todos lo entendían así entre los primeros cristianos. La Iglesia nacía en Israel verificando la promesa mesiánica, con­ cebida desde siglos como esencialmente ligada a la materialidad de un pueblo. Jesucristo había roto las limitaciones de la carne y de la sangre. Pero la inercia de una ideología secular tenía demasiado peso para que los primeros judíos convertidos — especialmente los de Jerusalén— vieran en toda su avasalladora claridad la situación nueva del espíritu del Evangelio. En las intenciones y mandatos del Maestro no había límites ( «Id por todo el mundo y predicad el Evan­ gelio a toda creatura». Me. 16, 15). Sin embargo, a los discípulos les

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