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ALEJANDRO DE V ILLA LM ON TE 4 7 de entrada al cielo, si el cielo ha de coexistir con la desgracia eterna de miles o millones de seres humanos torturados en el infierno. Este rasgo expresa la imposibilidad que la mente y el sentimiento humano encuentran, para comprender la realización el reino de la caridad perfecta en el cielo, coexistiendo al mismo tiempo el reino del odio eterno del infierno. ¿Cómo un Amor perfecto no elimina totalmente el odio? Esto es mirar demasiado humanamente la caridad y su realiza­ ción. También aquí nuestra caridad debe ser un «amor recto y orde­ nado», que sepa guardar la trascendencia y la santidad de Dios. El reino eterno de la caridad se realiza en el cielo sólo desde Dios y según Dios. Identificado el corazón de los santos con el corazón de Dios, no pueden querer la realización del reino de la caridad sino en la forma y medida que Dios la quiere. Ahora bien, ya sabemos que la caridad de Dios es perfectamente compatible con la existencia del infierno eterno, por que la caridad de Dios es Santa y Señorial. De esta «santidad» y veneración a Dios participa la caridad de los santos. Por eso, puede existir el reino eterno de la caridad en el cielo, excluidos aquellos que voluntariamente pecaron y se apartaron del Amor de Dios y de la caridad para con el prójimo. Modernamente se insiste y con razón, en los aspectos sociales y comunitarios de todo pecado humano. Todo el que peca destruye la caridad interna y daña a sus manifestaciones en forma más o menos directa. Cada pecado nuestro nos aisla de la comunidad de los santos. El infierno como situación, no hace más que eternizar la actitud que el pecador tomó para los demás hombres al cometer un pecado mortal: El mismo se excluyó voluntariamente del reino de la caridad de Dios y de la caridad de los hermanos. Además, cada pecado nuestro, perjudica a esta Comunidad del amor (Coetus Carita- tis), que ss la Iglesia, en cuanto que le priva de llevar una vida más intensa y de todos los bienes espirituales. El ambiente y atmósfera es­ piritual en que vivimos queda rebajado por los pecados personales de cada uno de nosotros. El pecador vive en el desierto que él crea. El pecado de escándalo, la ruina espiritual que en el prójimo pueden causar nuestras acciones, cobra nueva e inconmensurable gravedad y responsabilidad si pensamos que nuestro pecado puede ocasionar la eterna condenación de alguno de nuestros hermanos. Siempre que escandalizamos gravemente a alguien le ponemos en peligro real y próximo de caer en el infierno. En este aspecto nuestra caridad debe ser del todo exigente con nosotros mismos. Desear que se acabe el infierno o que deje de existir es un deseo por lo menos estéril y demasiado sentimental, incluso puede predisponer a la re­ beldía contra Dios. En cambio, la práctica de la caridad con nuestros

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