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4 6 E L DOGMA DEL IN F IE R N O E N LA CURA DE ALMAS a quien llamó sinceramente hijos. Es fácil observar cómo late aquí una secreta desviación, o sentimiento erróneo, una humanización de la Paternidad divina que la desnaturaliza. Pues bien, la fe en el infierno eterno ayuda poderosamente a que nuestro amor a Dios sea «ordenado y recto». Esta rectitud del amor consiste en que amemos a Dios como Padre y Señor, como Dios Santo lleno de inmensa majestad; como Ser infinitamente inmanente y co­ municativo, pero también, y al mismo tiempo, infinitamente trascen­ dente y reservado en su mismidad divina. Y toda esta serie de atri­ butos divinos que están en la otra v ertien te, se nos revelan con toda su imponente grandeza precisamente en el dogma del infierno. No es la forma única, pero sí la más impresionante y la que conmueve más a fondo las íaíces de nuestro mismo ser. Por eso, el cristiano que olvida demasiado la existencia del in­ fierno, corre el peligro de caer en un concepto sentimental sobre Dios-Amor, contrario a lo que Dios mismo nos ha revelado sobre Sí mismo. Dios ha juzgado conveniente revelarnos la existencia del infierno y obligarnos a creerla por que sabía que el conocimiento de esta verdad era normalmente imprescindible — en la generalidad de los mortales— , para mantener un ordenado y equilibrado concepto sobre la Bondad de Dios. Un concepto de Dios tal como le necesi­ tamos tener para nuestra salvación y para amarle según quiere ser amado. El dogma del infierno, al ser la suprema revelación de la hiper- trascendencia, de la lejanía, de la ira de Dios, nos impulsa a amar a Dios con reverencia, con respeto, con profundo sentimiento de nuestra total nulidad e insignificancia delante de E l; apreciando la gracia inmensa que nos concede en poderle amar. Olvidar estos as­ pectos, es vulgarizar el amor de Dios, hacerlo menos estimable, menos respetuoso y reverente. Quitarle su categoría de amor a algo Divino e infinitamente Señorial y Grande. La meditación del infierno puede ser, además, un fuerte y noble impulso hacia el amor a nuestros hermanos los hombres. Los condenados ya no pueden ser objeto de nuestro amor teologal, ya están absoluta y definitivamente fuera del reino de la Caridad. Si alguien compadece a los condenados será efecto de un sentimiento humano. Ya no puede amarlos a ellos, sino únicamente a Dios cuya gloria no proclaman ellos en forma debida. En este sentido puede dolerse del Bien infinito que perdieron y compadecerlos. Pero la fe en la posibilidad real de que tantos hombres lleguen a condenar, ha sido y debe ser una fuente de energía para que el cris­ tiano se dedique, lleno de caridad apostólica, a la salvación de sus hermanos. Ya conocemos la decisión de I. Karamazov que arroja su billete

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