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A L E JA N D R O DE V IL L A L M O N T E 4 3 Con todo, a la firmeza absoluta de la esperanza no se opone el temor que un cristiano ha de tener de su propia salvación y de la salvación de otros. El fundamento de este saludable temor está en la deficiencia de la cooperación humana a la gracia de Dios, que de seguro que nunca faltará. Como se ve la esperanza cristiana, en cuanto no excluye el sa­ ludable temor de condenarse, está en íntima relación con el dogma del infierno. La voluntad sincera de Dios de salvar a todos, el hecho de que dé gracia suficiente a todos para salvarse, la seguridad que el cristiano debe tener en que Dios le ayude para conseguir la gloria eterna, no excluyen la posibilidad de condenarse, el temor fundado y serio de caer en el infierno. Ni la esperanza puede mantenerse en contra de la fe en el infier­ no; ni tampoco la fe en infierno puede aducirse para disminuir la esperanza. La fe en el infierno será contra la esperanza cuando se predica inconsideradamente sobre el número incontable de los que se con­ denan, o se describe el infierno como algo que sólo un número re­ ducido de hombres podría evitar. Igualmente, ya dijimos que no es contra la fe el que alguien espere que el número de los que van al infierno sea, en realidad, muy corto. Más aún, si alguien admite la posibilidad real de condenarse en todo pecador, pero afirma que, de hecho, dada ia voluntad salvífica tal vez o posiblemente nadie vaya al infierno, no está directamente contra la fe. Porque no se ha de­ finido que alguien haya ido ya al infierno, ni que, indefectiblemente alguien de entre los hombres caerá en las penas eternas. a s í , pues, uno que espere que de hecho se salvarán todos los hom­ bres sin excepción y que, por tanto, de hecho, ningún hombre irá al infierno, no tiene una esperanza contraria a la fe. En tal caso sería una esperanza «humana», porque la esperanza teológica no da margen para esperar tanto. La esperanza teológica nos dice que, tenemos seguridad de que Dios auxilia a todos para evitar el infierno, pero no nos da la seguridad de que todos cooperan a la gracia y evitan de hecho el infierno. Es conocida la anécdota de aquel viejo párroco a quien un feligrés expone sus temores de condenarse: «Sí, hijo mió. infierno, sí que lo hay; pero, no tengas miedo, que nadie va a él», ral esperanza está contra la fe. El hombre viador debe tener siem­ pre saludable temor de ir al infierno, él o cualquier otro hombre. Si, admitida la posibilidad, desea y espera que todos lleguemos a superar el peligro y el infierno quede vacío de hombres, no se puede decir que va contra la fe. Unicamente podría preguntársele en dónde apoya esta seguridad, o si ella es más que un deseo noble, pero me­ ramente humano.

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