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A L E JA N D R O DE V IL L A L M O N T E 3 9 Sin embargo, no hay que dejarse llevar de un idealismo extremo, de un angelismo inconsistente y pensar que ésta es la actitud única digna de considerarse por un moralista cristiano. La mayor parte de los cristianos y en la mayor parte de las circunstancias no están preparados para comportarse rectamente a impulsos de un puro amor de caridad. En vez de la moral del amor, necesitan los estímu­ los de la moral de la ley, que urge a cumplir lo mandado con la esperanza del premio y por el temor al castigo eterno. Con esto tocamos el conocido problema de la honestidad moral de las obras que el hombre hace a impulsos del temor filial a Dios. Todo este problema es tratado ampliamente por los teólogos cató­ licos al hablar de la atrición, ese movimiento del espíritu que se aparta del pecado por el temor de las penas infernales con que Dios puede castigar al pecador. El temor al infierno, en cuanto castigo impuesto por Dios, es un estímulo honesto y razonable del comporta­ miento cristiano. Por consiguiente, es útil y honesto el que el pre­ dicador estimule a los cristianos a arrepentirse de sus pecados y obrar el bien por temor a las penas del infierno. Más aún, dado que los hombres no son ángeles y que el nivel del amor de Dios pocas veces llega a ser pura caridad-amor de benevolencia — agape— , el predicador deberá contar con el infierno como un gran medio para excitar a los pecadores cristianos a la conversión, abandono del pe­ cado y entrega al servicio de Dios. En este punto hay que tener en cuenta toda la doctrina católica sobre la atrición. Debe el pastor de almas, en todas las circunstan­ cias, hacer lo posible para que la atrición y el temor a las penas infernales sea un paso hacia motivos más estrictamente sobrenatu­ rales, sobre todo un paso hacia el amor de caridad perfecta. Pero, no debe despreciar el temor a las penas del infierno como motivo del bien obrar. Además, debe hacer lo posible el predicador para que el santo temor a las penas infernales se transforme en dolor de la pérdida de Dios bajo el impulso de un sincero amor de caridad. Aunque siempre queda en pie el principio de la honestidad, y de la necesidad y utilidad práctica de buscar en el temor las penas infer­ nales estímulos para una vida moral mejor. Sin embargo, de nuevo insistimos en la idea de que el predicador ha de abstenerse de suscitar en el oyente un temor «servil» a Dios, ocasionado por la reflexión sobre el infierno. Este «miedo» al infier­ no sería un sentimiento puramente humano, estéril e ineficaz para promover una rectitud moral sobrenatural. Mucho más habría que guardarse de presentar las penas infernales como una mera coac­ ción exterior; como elemento de represalia y de disuasión, para que

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