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A L E JA N D R O DE V IL L A L M O N T E 33 de gran talla espiritual. Y son bien conocidas sus reflexiones sobre el infierno en el libro de los Ejercicios. Todavía en nuestros días, miles de cristianos, de los más espirituales y delicados de espíritu, encuentran que las descripciones ignacianas les hacen bien, cuando practican Ejercicios espirituales. En segundo lugar, hay que tener en cuenta la dignidad de la Palabra de Dios y del predicador que la pregona. Con frecuencia estamos tentados a pensar si el predicador fogoso, que describe con delectación morosa y lujo de detalles los horrores del infierno, no encontrará en tales macabras descripciones un des­ ahogo a ruines sentimientos inconscientes y subconscientes. Es muy aguda la observación de Max Scheler que señala cómo Tertuliano da paso a un secreto e inconfesado resentimiento personal en el mismo momento en que describe con fruición las penas infer­ nales que esperan a los perseguidores de la Iglesia. Nos sentimos tentados a detectar en Dante y en ciertos libros de piedad barroca algo de este resentimiento y una especie de regusto malsano en describir tales horrores en el alma de los malos... Es indigno de la palabra de Dios y del predicador el dar pie a estas sospechas. Incluso la reacción del auditorio es deprimente y del todo contraria en mu­ chos casos. Fatigados y molestos de oir tales horrores los toman como novelerías y latiguillos de escaso gusto, inventados para lograr un éxito tan fácil como inestable. Con peligro evidente de que el mismo contenido sustancial del misterio infernal quede en tela de duda. Ya hemos dicho que estos excesos en describir horrores y buscar sensaciones tremendas han desprestigiado enormemente el dogma del infierno en nuestros días. Finalmente, hay que hablar de las penas infernales con respecto a Dios. Hablar con respecto a Dios se logra únicamente de esta manera: Nunca presentar las penas sensibles del infierno como directamente inferidas por Dios a los condenados. Las penas son intensamente y rigurosamente reales, pero Dios no hace milagros para torturar, ni siquiera a sus creaturas rebeldes. Por eso hemos insistido tanto en que debe hablarse de las penas sensibles — cuando sea preciso hacerlo— como una consecuencia natural de la pérdida de Dios, en que consiste el infierno. Alejado de Dios el hombre pierde todo amor a sí mismo y a las cosas. Más aún, siempre que la mirada de su mente se dirige a Dios, a sí mismo, a otros seres racionales, a las cosas del mundo no encuentra en ellas más que estímulos para sufrir. El hombre perdió a Dios, su Vida; y ahora todo lo demás se con­ vierte para él en un auténtico estímulo para sufrir y estarse mu­ riendo por toda la eternidad. 3

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