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3 2 E L DOGM A DEL IN F IE R N O E N LA CURA DE A L M A S espirituales de haber perdido a Dios, son poco fáciles de sentir para el hombre viador. Los hombres que tienen una gran fe y un grande amor a Dios, los que llevan una vida religiosa intensa y, además, son susceptibles de sensaciones y sentimientos delicados, compren­ den pronto la inmensa tragedia del infierno con sólo decirles que es la pérdida eterna de Dios, aunque no se menciona expresamente las torturas que ocasionen otros agentes externos. Pero, la inmensa mayoría de los humanos necesitan, en la generalidad de los casos, el que se mencionen las penas sicológico-físicas para que, mediante ellas, comprendan la grandeza de la desgracia que supone el estar condenados. Incluso pueden darse casos en que, hombres rudos, acos­ tumbrados a sensaciones violentas, les parezca que, si el infierno consiste en perder la compañía de Dios, no parece sea para temer tanto... A estos hombres duros hay que hablarles expresamente de las penas infernales, según veremos. b) Sobriedad, dignidad, respeto a Dios. — Una omisión sistemá­ tica de las penas del sentido la creemos injustificada, poco conforme con el modelo evangélico de predicación y desconocedora de la sico­ logía humana y de los resortes pedagógicos que es inevitable utilizar en la predicación. Veamos las normas que convendría tener presentes cuando haya que decidirse a predicar también sobre las penas del sentido. En primer lugar la sobriedad. Jesús habla de los tormentos sensibles en forma muy real, grá­ fica y dramática, pero sin ampliaciones imaginatorias, con notable seriedad y sobriedad. Sobre todo si tenemos en cuenta el auditorio popular imaginativo y vehemente que le escuchaba. Esta sobriedad y seriedad es una garantía de verdad y ofrece la mejor probabilidad de impresionar saludablemente al auditorio, evitando reacciones de­ masiado humanas, desagradables y contraproducentes. La sobriedad puede referirse también a la frecu en cia con que el predicador ha de acudir a exponer las penas sensibles. Ante todo haga ver que el infierno consiste en la pérdida de Dios y la consi­ guiente situación dolorosa en que ha de encontrarse el alma humana en lo más íntimo y espiritual de su ser. Según la mentalidad y situación concreta del auditorio puede insistir más o menos en las penas del sentido. Omitirlas del todo pocas veces será lo mejor. Todavía quedan por esos mundos de Dios auditorios rudos, acostumbrados a impresiones fuertes, inmersos en la vida sensible e imaginativa. Es probable que hayamos de contar con tales auditorios hasta el fin del mundo. En estos casos será con­ veniente que el predicador hable con claridad, seriedad y sobriedad de los tormentos del sentido. San Ignacio de Loyola era un hombre

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