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A L E JA N D R O DE V IL L A L M O N T E 2 7 tener la confianza y valentía sobrenatural para proclamar esta ver dad, aunque disguste a los hombres que le escuchan. Incluso hay motivos para que la alusión y la predicación expresa sobre el dogma del infierno (en su núcleo esencial) se hagan en nuestro tiempo con más frecu en cia que en otras épocas. En primer lugar el hombre actual (aún el cristiano) ha perdido en grado alarmante la sensibilidad para percibir la Santidad e In violabilidad del Ser divino, ha perdido el respeto a la majestad del Señor Dios, en nombre de una mala inteligencia de su bondad pa ternal y su amor caritativo. Es difícil curarle de esta falta de res peto al Dios SANTO sin una más frecuente y sabia predicación sobre la infinita trascendencia y misteriosidad del Ser divino, el dominio absoluto y derechos exclusivos que tiene sobre el hombre y sobre la posibilidad real de que el Amor Santo de Dios, exarcerbado por el pecado, se convierta en Ira eterna en el momento del juicio defi nitivo. El hombre viador siempre es «de dura cerviz» para el Señor. Para inculcarle a este hombre de dura cerviz un concepto equili brado sobre Dios hay que hablarle también del infierno, en que resplandece el señorío, trascendencia-Santidad-lejanía inaccesible de Dios. Conceptos que forman la «otra vertiente» de un sano concepto religioso de Dios, base de toda religiosidad y moralidad humana. Además, ya sabemos que el hombre actual ha perdido el sentido del pecado en un grado de intensidad desconocido hasta ahora y del todo peligroso para su destino ultraterreno. Ahora bien, al hombre viador, al hombre carnal, terreno, inmerso en la materialidad de este mundo, apenas es posible darle una idea exacta de la gravedad y trascendencia enorme del pecado si no se le predica el dogma del infierno, en que el pecado llega a su pleno desarrollo. Salvado este núcleo esencial la «reducción» será posible, e incluso necesaria según las circunstancias, en otros aspectos menos vitales de este dogma. c) A lcance de una legítima "redu cción ” . — Vamos a señalar ahora los aspectos de la doctrina del infierno en que es posible y conve niente una reducción. En primer lugar el predicador debe ser muy sobrio y breve en proponer la problemática teológica que puede surgir, a base de los datos revelados, sobre el infierno. Naturalmente, el predicador debe estudiar y llegar a dominar una exposición científico-teológica sobre el tema del infierno, con la hondura y seguridad que las circunstan cias le permitan. Pero, no debe llevar al púlpito y a la catequesis los problemas abismales que rodean el misterio del infierno. Son pro blemas demasiado hondos y, en realidad, insolubles. Por eso nunca
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