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ALEJANDRO DE V ILLA LM ON TE 17 En los países civilizados y — al menos en circunstancias normales— se han proscrito las torturas corporales. Se insiste continuamente en que los castigos que se impongan a los que — a pesar de todo— sean delincuentes, hayan de respetar la dignidad humana del reo. Sobre todo en ésto; en que, aún en medio del castigo más severo, se le deje siempre una posibilidad real para arrepentirse y rehabilitarse moral­ mente. En vez de redimir las penas con el castigo, se les ofrecen posibilidades para redimirse con el trabajo ennoblecedor y una ulte­ rior buena conducta que le restituya el concepto de su propia dig­ nidad humana y de su honorabilidad ante la sociedad. Siguiendo esta misma línea se postula la limitación de los castigos extremos y definitivos, de la pena de muerte. E incluso se tiende con insistencia a eliminarla como contraria a la dignidad humana y cristiana; ya que se le quita al culpable toda posibilidad de rege­ nerarse ante la sociedad a quien ofendió. Y todo esto se considera como un progreso legítimo de la cultura cristiana, superior, en este aspecto, a la de los siglos anteriores del cristianismo. Es normal que, al querer hablar del castigo que Dios haya de imponer a los que quebrantan el orden por El establecido, se quieran aplicar — sublimados y purificados de imperfecciones— , estos módulos humanos de conocer y valorar las cosas. Por eso se señala esa tendencia actual a eliminar de la justicia divina toda aplicación de castigos definitivos e irreparables, por con­ siderarlos excesivos para un pecado que no es más que «humano». Una acción humana, aunque sea delictiva — se dice, está tan mediatizada por las influencias externas, por la limitación interna de la propia libertad, que la plenitud exigida para un pecado mortal sería prácticamente imposible de lograr en un hombre «viador». Nunca estaría éste en la plenitud de sus facultades en forma tal que pudiese legítimamente decirse que decidió, conscientemente, so­ bre su propio destino eterno. Su conocimiento de Dios, del fin so­ brenatural, y de las consecuencias de su acto, es muy limitado. La energía de la voluntad para controlar las tendencias opuestas, pade­ ce múltiples limitaciones por parte de otros agentes extraños. Pero, supongamos que ya, en algunos casos, llegó el hombre a pecar «gravemente». Surge entonces otra dificultad: Un castigo «eterno» parece excesivo y estéril. No queda posibilidad real — según se dice comúnmente— , para que el condenado retracte su mala acción y se rehabilite moralmente. Los castigos aplicados a un ser libre y espiritual deberían ser siempre medicinales y correctivos, ten­ dentes a enmendar y mejorar al culpable; pero, nunca ponerle en situación sicológica tal, que le resulte del todo imposible reinte­ grarse en un orden moral digno de un hombre. 2

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