PS_NyG_1963v010n002p0217_0263

242 IN F IE R N O , VERDAD «E T E R N A » «vulgar», corriente, una auténtica insignificancia frente al peso de un torm en to eterno. Indudablemente la fragilidad hum ana es mayor de que lo acerta­ m os a comprender. Nadie es sincero si la niega. Sin embargo, para valorar moralm ente el pecado nos fijam o s demasiado en su aspecto «casuístico», en el pecado como hecho aislado que se consumó en un m omento realmente complicado y, a veces, poco norm al de la vida per­ sonal de cada uno. Pero, aún desde el punto de vista fenomenológico no conviene exagerar la fragilidad del pecado o caso pecam inoso. La experiencia enseña que, aun en los pecados pasionales — los más ex­ puestos a fragilidad hum ana— el pecado, «actual» no suele estar aislado como un «caso», tiene un contexto. Buen número de veces es la culm inación de un proceso de negligencias, contemporizaciones y connivencias previas y no justificadas, con lo pecam inoso. El bien y el mal en el hombre hay que verlo en su continuidad psicológica, en su contexto dentro del comportam iento general, a fin de valorar m ejor su calidad hum ana y moral. Esto nos lleva a considerar el pecado no como «caso», sino como «situación» Y ello en un doble sen tido : « situa­ ción » creada por un proceso anterior que culm ina en el «caso» peca­ minoso y también « situación » que se crea en el alm a y que se continúa voluntariam ente. Pudo llegarse al pecado concreto en circunstancias poco favorable para la libertad y responsabilidad; pero la con tinua­ ción en esta m a la situación creada por el acto ya puede implicar e implica mucha mayor responsabilidad. Con demasiada frecuencia el hombre no sólo se rebela contra Dios en un acto concreto, sino que la acción se trasform a en un estado o situación de rebeldía, por el «en­ durecim iento», más o menos perceptible, del corazón. Pero estas reflexiones sobre la «fenomenología» del pecado no pueden ser decisivas, lo importante es el enfoque rigurosamente teo­ lógico que necesita este problema. El pecado es una realidad estricta­ mente teológica y como ta l sólo puede comenzar a estudiarse y valorar­ se desde el punto de vista teológico: desde Dios, según Dios y en orden a Dios. Así pues, la gravedad, responsabilidad y consecuencias que h a ­ ya de tener el pecado de un hombre, sólo Dios los valora, exactamente. El m ismo que lo comete no tiene plena lucidez sobre el in flu jo que su propia libertad ha tenido en el pecado, en su motivación inmediata, o m ás lejana. Por tan to, hay que atenerse al «juicio» que D ios pro­ nuncie sobre el asunto. Si el pecado «humano» merece o no merece el infierno no debemos pretender decidirlo nosotros, ya que no cono­ cemos exactamente ninguno de los térm inos de comparación. Hay que atenerse a lo que Dios nos diga. Ahora bien, una de las formas más impresionantes y sobrecogedoras que Dios tiene de m an ifestarnos la gravedad que el pecado tiene ante sus ojos es é sta : decir que el

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz