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A L E JA N D R O DE V IL L A L M O N T E 35 sobre la gravedad del pecado. Y sino hay esa «especie d e i n f i n i t a d » en la malicia del pecado humano, tampoco se ve por qué h a de h a ­ ber esa especie de «castigo infinito» que sería el infierno eterno. La m alicia «infin ita» de un pecado de hombres podría tal vez afirmarse en cierto modo como posible en el caso en que el hombre, en plena posesión de sus facu ltades internas, con pleno dominio y autodeterm inación se rebelase contra Dios. Pero este pecado sería «sa­ tán ico», no «humano», al menos de un hombre en estado de viador, de un ión de alm a con el cuerpo. En este estado de unión sustancial, el cuerpo aunque no llegue a ser cárcel, pero sí impone lim itaciones múltiples a la libertad: taras hereditarias que a fectan a tan tos hom ­ bres; complejos psicológicos que lim itan el dom in io sobre las fuer­ zas v ita le s; ignorancia del verdadero alcance de las cosas y de las acciones; pasiones que perturban el conocim iento y coartan la e s­ pontaneidad de la volun tad ; la mentalidad y sensibilidad ambiente restan responsabilidad personal a nuestra decisiones. Todo ello hace que eso de malicia «infin ita» no porezca realizable en la h istoria individual de cada pecador. En el ejercicio del ministerio sacerdotal se pueden encontrar hombres, no precisamente malos, a quienes la idea del infierno inquieta en fo rm a peligrosa. Ta l vez pudiera adm i­ tirse como último recurso en caso de hombres brutalm ente obstinados en el pecar, pero incomprensible como castigo eterno del pecador común tan débil e indefenso fren te a las batidas de la irreflexión, las pasiones, las taras personales y colectivas, los complejos sub ­ conscientes e inconscientes, individuales y sociales. A esta especie del «peccator vulgaris» pertenecería todo hombre viador, m ientras no se demuestre lo contrario. Hay todavía otro punto de fricción entre el infierno y nuestra sen ­ sibilidad. El castigo eterno se nos ofrece estéril y sin sentido. En efecto, el castigo eterno no consigue la em ienda del delicusnte. Co­ m o puro factor represivo o recurso de «disuasión» no tiene e fec ti­ vidad, ya que el hombre viador n o lo puede ver en toda su plena fuer­ za coercitiva. F inalm ente, no vemos cómo se sa lva la más inalienable «dignidad de la persona h um ana », sus derechos sustanciales de ser libre-espiritual-responsable, si no se le concede — en cualquier cir­ cunstancia— la oportunidad de rehabilitarse, de repudiar el pecado y rehacer su vida ante Dios. Precisamente nadie como el cristiano debe afirm ar la dignidad indestructible del ser hum ano, en cua l­ quier situación v ital, — pro fana o religiosa—< en que se encuentre.

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