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MODESTO DE SANZOLES 107 los artistas... Sabemos tan poco de nosotros, que lo mejor tal vez nos lo dicen los otros». Lo único n o ajustado en estos versos, por ripio y por inútil — dos a s pectos de una m isma razón— es lo de «tal vez». Lo mejor, sin duda, de los artistas no lo dicen ellos, sino los otros, aunque ellos hayan dado siempre el fundam en to para decirlo. Y luego el «aventurismo», aquel dejar la rienda suelta a nuestro Rocinante para que por el ancho campo de Montiel de la vida nos lleve a donde Dios o nuestra ventura nos hubieren deparado: «que las olas me traigan y las olas m e lleven, y que jamás me obliguen el camino a seguir...». Y también la bohem ia, más o menos prolongada, muy típica de la juventud española de en tonces: «No triste, alegre, / con ruido y risa / la vida cruzo , / mas llevo prisa. / Cortos placeres, / penas efímeras, / ideas vagas... / ternuras tibias. / No sé, no quiero... / Dejad que siga / corriendo loco, / sin senda fija. / Dejad que cante, / dejad que ría, / dejad que llore / dejad que viva / de tenuidades. / de lejanías... ¡ como humareda / que se disipa». Y jun to a todo esto, en armonioso contraste de luces y sombras, en un tam izado clarooscuro, un equilibrio de espíritu, una ecuan im i dad de carácter y de alma, una serenidad de sofrosine apolínea — A p o lo es el títu lo de uno de sus libros— que respira por todos sus versos: «De la vida y el libro sólo sé la armonía. Mi propia obra es sólo una polifonía...». En vano se buscará en sus versos una brusquedad, una alusión h i riente, un desahogo pasional. «No sé odiar», com ienza uno de sus poemas. Y es que tal vez no podía ser de otra m anera aquel alma columpiada «entre ho ja s de jazm ín , desgranadas y ligeras» y mecida entre «haces de llam as de mil arreboles» o arrullada por el «cantar de la fuen te y el suspirar del viento». Aquel alm a que despertaba «entre ondinas y náyades, a la hora tranquila de los camafeos, las horas que invaden al alm a de blanco y celeste., al dulce son del ban dolín», o a «los ecos fugitivos de los violines». Aquel alma, en fin, sum ida «en la calma sum isa de la renunciación, o en la paz bendita de un paisaje matinal, en una m añana de rosa, o en la paz tranquila de la tarde, entre árboles cimbreantes con ganas de cantar, o en la maravillosa noche, estremecida por el rumor del agua y el fulgor de los astros», m ientras, «milagro de nácar», suena «la campanada blanca
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