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7 8 DOS INTERVENCIONES CONCILIARES MALOGRADAS unión de las iglesias. Sólo este argumento logró una unan im idad y tuvo momentos de honda emoción y dio tonalidad propia a las seis sesiones solemnes celebradas desde el 7 de m ayo hasta el 16 de julio. Recordemos por separado algunas de las fases que caracterizaron el clima un ionista y prepararon el desenlace final. a) En el tem a escogido por el Papa en el discurso inaugural del día 7 latsn las inquietudes de la Iglesia en aquellos momentos de cisivos: Desiderio desideravi hoc pascha manducare vobiscum (Le., 22, 15). El mismo que sirvió de lema en la inauguración del duodécimo concilio ecuménico (Letrán, 1215); pero si para el gran Inocencio III la «pascua» se cifraba en la liberación de la in fortunada Jerusalén pro fanada por las huestes mahom etanas, para Gregorio X sign ificaba sobre todo el tránsito (phase) de la división a la unidad, de la discor dia a la concordia, simbolizada en la cena eucarística. He ahí el blanco a que debían orientarse los trabajos conciliares. b) Para desbrozar el cam ino, deshacer prejuicios y prevenir po sibles objeciones y resistencias, antes de que llegaran los representan tes griegos, se abordó en la segunda sesión (16 mayo) el estudio de una cuestión de palp itante actualidad. Los padres decretaron y d e finieron que el Espíritu Santo procede del Padre y del H ijo como de un único principio. Ahora bien, cabe preguntar, ¿no fue precipitada, irreflexiva e inconsiderada esta primera intervención conciliar? ¿No hubiera sido más leal y correcto estudiar de común acuerdo este pro blem a vital que tan de cerca y de una manera determ inante afectaba a en tram bas iglesias?... Todo lo contrario. No hubo precipitación ni deslealtad ni fa lta de atención. Los latinos no pretendieron presentar a los griegos un hecho consumado, sino m ás bien halagarlos y brin darles una p lata form a común que faclitara sus movim ientos y de cisiones. Se creyó oportuno, como una cuestión prelim inar, defin ir categóricamente y exponer con claridad meridiana una verdad fu n damental para todos los fieles, que si bien ya era creída por todos, no hab ía sido incluida en el símbolo con el rigor de los términos. Si hubieran definido sin más explicación que el Espíritu Santo procedía del Padre y del H ijo, hubieran condenado la postura doctrinal de los g riegos; y el hecho, como es natural, hubiera sido interpretado en un sentido desfavorable y comprometido o entorpecido las inm inentes negociaciones. Pero definir que procedía de las dos divinas personas tamquam ex uno principio, equivalía n i más ni menos que a ana te matizar el error opuesto admitido por algunos teólogos occidentales. ¿Y no es cierto que este anatem a lanzado contra los latinos adulaba la vanidad de los griegos? Con sus propios ojos veían que no eran ellos solos en equivocarse acerca de una verdad capital de la fe cristiana. Podían comprobar asim ismo que no había distinción entre griegos y
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