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9 6 DOS INTERVENCIONES CONCILIARES MALOGRADAS esfuerzos de los papas para conservarla y desarrollarla? Como en la trite experiencia lionesa, intervinieron factores religiosos y políticos y metodológicos. La unión de las iglesias se realizó lejos de Bizancio, casi a ocultas del pueblo griego. Sin duda, muchos de los dignatarios del decreto florentino estaban convencidos de la parte importante que desem pe­ ñaban. Pero, ¿se dieron cuenta cabal de la ingrata tarea que se im ­ ponían y de los medios útiles y necesarios para llevarla a cabo? Mucho lo dudo. Cuéntase que cuando llegó a oídos dsl papa que Marcos Eugenio no había firmado, exclamó: «¡Pues si es así, no hemos hecho n a d a !». En efecto, aquel tipo batallador encarnaba la tradición nacionalista y orgullosa del oriente, y nadie como él estaba capacitado, por su prestigio y autoridad, para conquistar el pueblo y los mon jes a la causa de la unión. No hay que hacerse ilusiones, m ientras la m asa de los fieles no se vea representada en sus jefes espirituales, será una utopía hablarle de unión. Esta se hab ía negociado con los sabios y con los políticos y ahora iba a triun far avasalladora la opinión p o ­ pular. Marcos Eugenio fue recibido apoteósicamente en Bizancio por haber defendido contra los latinos su fe tradicional, mereciendo el honroso dictado de «hereje», que era su m ejor timbre de honor. Con la tradicional versatilidad e inconstancia de los orientales, los pa triar­ cas de A lejandría, Antioquía y Jerusalén — seguidos por la mayoría— retiraron sus firmas, que decían les habían arrancado a la fuerza. Para unos el concilio había sido un u ltra je ; para otros un sacrilegio; y para todos una traición. Todas las arm as eran buenas para demos­ trarlo : la mentira, el insulto, la calumnia, y, naturalmente, la v io ­ lencia. Jorge Scholarios, lugarteniente de Marcos, amotinó al pueblo soliviantado por los mon jes fanáticos, según los cuales el día que abandonaran la ortodoxia y abrazaran los errores de los latinos, Constantinopla caería irrem isiblemente en manos de los odiados turcos. An te esta ofensiva, el emperador no se atrevió a promulgar la unión. Lo hizo su sucesor Constantino X I aconsejado por Isidoro de K iev en S an ta Sofía, el 12 de diciembre de 1452. Para los cismáticos fue un día de luto nac iona l; su furor no conoció medida. No vo l­ vieron a entrar en aquel templo profanado. A voz en grito declaraban que preferían los turcos a los latinos. Pronto se arrepentirían, bien a pesar suyo. El 29 de mayo (1453) se rendía C onstantinop la; al día siguiente hacía su en trada triun fal Mohamed II y la maravillosa iglesia de Santa Sofía se convertía en mezquita. Habían transcurrido cuatro siglos (1054-1453) desde que allí m ismo había comenzado el cisma,

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