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6 4 SAN FRANCISCO O EL TRIUNFO DE LA GRACIA. gan el cielo, sale San Pedro a abrirles la puerta. Extrañado queda el apóstol ante facha tan distinta de uno y otro. Pregunta y San N i colás explica. San Pedro, al instante, en virtud de sus poderes de Papa sen tencia : «Tú, San Nicolás, porque ayudaste a aquel pobre hombre a sacar el carro, tendrás dos fiestas en el año litúrgico. Y tú, San Casiano, porque juzgaste m ejor conservar tu clámide inmaculada, tendrás tan sólo una, el día 29 de febrero, con posibilidad de ser ce lebrada un icamente los años bixiestos». Y ahor a oigamos el comentario que hace del cuento el mismo Solovief. «La Iglesia occidental, fiel a la misión apostólica, no ha temido hundirse en el fango de la vida histórica. Fue durante siglos el único elemento de orden moral y de cultura intelectual entre las poblaciones bárbaras de Europa. Al entregarse a este rudo trabajo el Papado, como el San Nicolás de la leyenda, curaba menos de su pulcritud aparente que de las necesidades reales de la humanidad. Por o tra parte, la Iglesia oriental, con su ascetismo solitario y su m is ticismo contemplativo, con su a lejam ien to de la política y de todos los problemas sociales, que interesan a la humanidad entera, deseaba ante todo, como San Casiano, llegar al paraíso sin una sola m ancha en su clámide» 26. Solovief demuestra que Ortega h a concebido un cristianismo con silueta o rien tal; pero que n o h a tenido ojos para ver el que tenía a su vera: este cristianismo de Rom a que h a sido perenne acerca m ien to al hombre con el noble a fán de elevarlo. Consecuente con esta fa lsa visión del cristianismo, tampoco Ortega ha comprendido al S a n to, sobre todo en su m isión histórica. Su fa lsa visión lo trocó en en igma. Se explica que ante este enigma, para él indescifrable, se encabritara contra Unamuno porque a éste se le ocurrió un día e s cribir que S. Juan de la Cruz valía por todo un filósofo como D es cartes. Estos análisis a que nos h a obligado una fa lsa intepretación del santo, nos h an acercado a la intim idad del problema, pero no nos han dado la solución que buscamos. Es preciso una labor de cala más profunda. Va a ser de nuevo Ortega el que nos de un punto de p a r- tda aunque esta vez de signo favorable y orientador. Opina Ortega que fue un momento feliz para la humanidad aquel en que P latón concibió su mundo de las «ideas». Este mundo de las ideas platónicas, escribe textualmente, «nos perm ite representarnos nuestro mundo temporal como un orbe rodeado por otro ámbito de distinta atm ósfera ontològica donde residen indiferentes las acrónicas 26. C f. R u s ia y la Ig le sia u n iv ersa l. M a d rid , 1946, p p . 103-105.
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