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FELICIANO DE VENTOSA 6 3 con fiado a la naturaleza, ahora ésta se trueca en problema y el h om ­ bre cae en desesperación. Fue una fortuna para este hombre occiden­ tal que en este mom ento apareciera el cristianismo porque traía en su bandera la esperanza. La esperanza cristiana en un más allá feliz y dichoso fue el remedio para un mundo cabizbajo y desilusionado. Pero fue ello a costa de renunciar a la naturaleza, a costa de una hu ida de la vida. El más allá volatilizó el más acá, pues sus recíprocas exigencias eran antagónicas. Inú til detenernos en refutar esta falsificación del ideal cristiano y esta carencia de visión para el legítimo hum an ism o que la Iglesia ha defendido desde sus primeros días. Es demasiado un ilateral la visión de Ortega para que pueda ser aceptada. Las palabras de S. Pablo' a sus queridos fieles de Filipos en que les recomienda «cuan to hay de verdadero, de honorable, de justo, de laudable, de virtuoso y de digno de alabanza» ( P h i l 4, 8) son la m ejor refutación. Nosotros la hemos recordado por ser el enmarque ideológico en el que tenemos que e n ­ cuadrar la imagen que deí san to nos da Ortega, al decirnos que sólo tangencialm ente toca a las cosas en su vida circular de ida y vuelta a Dios. Eviden tem en te: si el cristianismo es por defin ición hu ida de las cosas, de lo temporal, de lo de acá abajo, el santo, suprema expresión de esta vida, tiene que vivir proyectado exclusivamente hacia arriba, y sólo por un lado será tangente a la realidad terrena. Es decir: que Ortega se declara abiertamente por una concepción de la santidad radicalmente desencarnada, como se dice hoy. El santo sería un puro valor religioso que nada tiene que ver con los valores de este mundo. Esta concepción pugna ciertamente con lo que de hecho han .sido los santos y d eja inexplicada la educación de Europa en la que los san tos han tenido tan gran parte. Pero no sólo esto, sino que torna ininteligible el problema central que nos viene preocupando: el por qué de la eficacia histórica de la santidad. El mundo no se deja arras­ trar durante siglos por quienes le tocan tangencialm ente, sino por aquellos que, como el sam aritano evangélico, se han abajado hasta la pobre hum an idad caída, la han aupado, y la han socorrido hasta mancharse en ocasiones el vestido de su inocencia y su virtud. El gran V ladim iro Solovief nos narra este sabroso cuento de cielo qué vale por todo un poema sobre la civilización cristiana. Al ir de viaje San Casiano y San N icolás toparon con un pobre aldeano que ten ía su carro en el atolladero. — Vam os a echar una m ano a ese buen hombre, dijo San Nicolás. — Me cuidaré bien de hacerlo, respondió San Casiano; temo ensuciar mi clámide. — En este caso, espérame, dijo San Nicolás. Y metiéndose presuroso en el barro, ayudó an i­ m osamen te al paisano a sacar su carreta. Cuando los dos santos lie -

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