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226 SENTIDODEL PECADOENUNAMORAL SIN DIOS Pérdida del sentido del pecado Se comprende fácilmente que un estado de cosas sem ejante al que acabamos de describir haya de tener com o consecuencia necesaria la pérdida del sentido del pecado, o al menos un concepto equivocado del mismo. Si el pecado implica la con ciencia de una relación entre Dios y el hombre, es evidente que la negación de Dios, o el h e ch o de prescindir de El, supone la negación ded pecado. Esto es sin duda el fenóm eno más grave y lamentable de nuestra civilización. Mal com ún en el que participan p or igual ambos mundos mutuamente en fren ta ­ dos, el comunista y la así llamada civilización occidental. Pecaríamos de excesiva simplicidad si afirmáramos que nuestra época era más pecadora que otras; es algo que uno no se atreve ni m u cho menos a asegurar. En última instancia se trata de un p ro ­ blema que desborda nuestra capacidad de observación ; sólo el ju icio infalible de Dios, ún ico posible espectador, nos podría dar respuesta adecuada. Dotados de ima naturaleza humana íntimamente desequi­ librada, cam p o de batalla en que se debaten las fuerzas del bien y del mal en una lucha encarn izada y decisiva, n o son nun ca de extrañar las humanas debilidades. San Pablo nos h a dejado una maravillosa descripción de esa lucha, en tonos dramáticos por cierto, cuando e s ­ cribe: «Tengo en mí esta ley que queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la Ley de Dios, según el hombre interior; pero siento otra ley en mis miembros, que repugna a la ley de mi mente, y me encadena a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Desdichado de m í! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». (Rom . 8, 21-25). No es, pues, de extrañar que n inguna época haya con o cid o un alto nivel moral, debatiéndose todas más o menos en parecidos altibajos de torpes concesiones y de metas victoriosas. Lo que ocurre es que otras veces el pecador, aún en los casos más lamentables, ten ía c on ­ ciencia de sus desórdenes y transgresiones; bastaría volver la m irada a la h istoria medieval, pecadora y penitente, para convencerse. Hoy, en cambio, apenas queda ya la con cien cia del mal que hacemos, en ­ sombrecida la luz de la fe, que es, en definitiva, el último fundam ento de la responsabilidad. Y n o es tan grave pecar com o ignorar que se peca. D ifícilm ente se puede esperar saludables reacciones de un h om ­ bre, cuya con cien cia ha sido defin itivamente liberada del peso de la responsabilidad. Por algo el gran Pon tífice Pío X II exclamaba d o ­ lorido hace unos años que «el mayor pecado de nuestra época es que los hombres han com enzado a perder el sentido m ism o del pecado» *. 4. Alocución del 26 de octubre de 1946. Cfr. Ecclesia (1942. 2) 487.

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