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1 1 6 D IO S, EL HOMBRE Y LA G R A C IA Florecillas que nos transm iten un Francisco minim izado, raquítico en sensibilidad y corto en horizontes. Pero la ternura equivocada de una creación literaria puede presentar la excusa de la fidelidad a sí m isma. El novelista no tiene por qué hacer historia. Lo que in te­ resa en la «recreación» de los personajes, es la verosimilitud. En oca­ siones vale m ás para penetrar en el alm a del hombre el esclareci­ m iento de un estado de alma, desde un mirador estrictamente in ­ ventado, que varios capítulos de historia. Desde luego n o se atiende a la exactitud histórica, sino a un fo n ­ do vital transfigurado, cuando se dice de Francisco una conclusión de am o r : «a partir de su cabeza era inm enso». ¿En qué consiste e sta inmensidad de Francisco? • Un escritor irresponsable dejaría sin m á s la afirmación de un Francisco grande, heroico, inmenso. El lector popular se sen tiría sa ­ cudido por un sen tim ien to de devoto asombro, Pero resulta que Niko es contrario a la simple sugerencia sintética. Concibe la sugerencia como simple telón de fondo. Si a firm a que San Francisco es inmenso es porque quiere cogeros de la mano para man ifestaros los hechos que hacen posible y clara su vivencia de lo inmenso. La afirmación es una conclusión del vivir. Por eso llenará la nervada línea del cuadro con la carne viva de su humanismo, de su claro pensam iento intu i­ tivo y — ¿por qué n o ?— i con los rasgos concretos de su fisonom ía física. No hay que olvidar que lo propia y específicam ente somático no le interesa al biógrafo heleno. La carnalidad es m era condición de la existencia espiritual. Y esto en sentido ortodoxo, tal como lo explica Francisco a Fray León. El cuerpo es obligada carga para el viaje. Carga inevitable y peligrosa que conviene aliviar. Desde un concepto ascético de la vida es preferible apagar su voz, porque de lo contrario se corre el riesgo de una existencia pobre en realiza­ ciones. Como veis nos hemos metido de nuevo en el tinglado laberíntico de los análisis espirituales. El novelista nos man tiene en vilo para darnos el rostro de San Francisco. Y cuando pensamos que va a d e­ cirnos cómo eran sus ojos, cómo m iraba, cómo ten ía la color, nos pincha la atención con un abrumador lujo de detalles ascéticos y si­ cológicos. Antes de valorar estéticamen te el rostro franciscano nos dirá algo sobre la ascesis corporal. La carne ha de aceptar su servi­ dumbre para hacer posible el servicio total de Dios, en cuerpo y a lm a : «No hay que dejar que h aga sus caprichos. Si lo hubiera e s ­ cuchado — al borrico, al cuerpo— aún estaría en la casa del señor Bernardone y cantaría serenatas bajo las ventanas».

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