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JO S E C A L A S A N Z DE L A ALDEA 135 por encima de los seres queridos con una violencia que se h a hecho clásica, quizás un poco fuera de órbita por la exégesis negativa de algunas corrientes espirituales, Y no me refiero ahora de modo exclusivo al dolor del repudio paterno, sino a un género de vida amable y codiciado por las p a ­ siones. Francisco renuncia al bienestar, al amor humano, a ser algo en la vida. Y debió costarle tan to todo esto, que un día cayó de bruces en las dudas humanas m ás inquietantes. Pudo pensar que Dios era un ser lejano, a quien se ve en la somnolencia, como una en igmática pregunta sin respuesta. Si la duda ha mordido en la soledad a los santos, n ada de extraño que el humanísimo Francisco fuera som e­ tido a la acción catártica de las turbaciones. La situación espiritual m ás tensa del «converso» suele ser el auto­ análisis del pasado. Los designios de Dios .van desvelando su conte­ nido. Lo que un día se anunciaba en sermones proféticos, deja paso a la historia. Desde los hechos consumados se ven con frecuencia con una nitidez pasmosa las «razones» de Dios. Pero el problema básico de la existencia nunca desiste de su punzante interrogación. Los principios dogmáticos, los criterios morales están claros. Lo que jam á s aparecerá en absoluta claridad es la reacción libre del h om ­ bre. Y como quien obra es un hombre concreto, con personalidad autó­ n om a en cuanto a poder de «decidir», cada conversión enriquece la sicología pastoral con detalles preciosos. Francisco vivió esta incógnita y existencial aventura con gene­ rosidad. La tentación le pone ante el umbral de la impureza con tan seductora promesa que podría tomarse como amonestación de Dios. Pero él obra inspirado por un personaje presente, cada m o ­ m en to m ás amado, y no duda en la elección. Por Jesús es poco tor­ m en to el zarzal punzante y la nieve congelada. La naturaleza invita al goce legítimo y Francisco es sensible a sus voces subterráneas. Es sintomático que form a muñecos con la nieve y les recuerde en voz alta que son su mu jer y sus h ijos. La llam ada de Dios no des­ truyó al hombre emotivo, juvenil y caballero. Mejor, así merecería la bienaventuranza pregonada para los violentos... Kazan tzakis se escapa un poco de la h istoria para darnos una galería de ’bustos” del Serafín. Ta l sucede, por citar un sólo testi­ monio, con el caso de Clara. El historiador sabe que aquella aventura tuvo la form idable transparencia de la santidad. Pero a Niko le viene muy bien la «invención» en torno al dato histórico para resaltar la ascesis que transmuta su carne. Desde el m om en to de la victoria, Francisco rezuma Dios por todos los poros de la sensibilidad. Para amar a la mu jer con la delicada galantería de un noble, tuvo que

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