PS_NyG_1961v008n001p0111_0137

JO S E C A L A S A N Z DE LA ALDEA 133 explicar filosóficamente que «Dios esté más presente al alm a que ella m isma». Sabe, sin embargo, que es el ser imprescindible, la razón de ser de todo lo que es. Sabe de un modo concreto y vital que Dios tiene más peso para el corazón que el universo entero. Por eso lo busca con tan ta insistencia y de las formas m ás inverosím iles: en el hambre, en las burlas, en la persecución. Hasta la blasfem ia cen ­ tra, con su bronco contraste, el anhelo de felicidad que sacude su alma. Si cada alm a tiene un destino, la tarea más acuciante del hombre es buscarlo, encontrarlo, vivirlo. Y no vale la pena escoger sin previa reflexión. Se precisa una gran lucidez para acertar. En esta encru­ cijada hay varios modos de seguir la voz de Dios. Hay quien se deja en m anos de Dios, esperando su decisión, por medio de algún signo. Francisco de Asís le m anda a fray Maseo que dé vueltas como un chiquillo sobre sus propios talones para ver qué quiere Dios. Fray León consulta. Pero los hombres tienen mu ltitud de opiniones e n ­ contradas. Peligra la claridad. Un sabio de Bolonia le con testa: «El cam ino que lleva a D ios es la mu jer y el h ijo ». El sabio ten ía razón, pero sólo parcialmente. Desde luego, para algunos h om ­ bres, el modo seguro de vida es el matrimonio. Pero un hombre selecto como fray León, sen tía una llam ada superior, que le esti­ mu laba a la total abdicación del mundo y de sus cosas. Ten ía vo ­ cación de héroe. Gracias a esta vocación se sostuvo frente a la bre­ cha con San Francisco. Un loco le acon se ja : « ¡S i quieres encontrar a Dios, no lo busques. Si quieres verlo, cierra los o jo s; si quieres oírlo, tápate las orejas. ¡Eso es lo que hago y o !» . También el loco hab ló sapientemente. De seguro que la expe­ riencia de su vida le anegó en un mundo extraño. Quizá no era loco, sino santo. ¿No llam an locos a los santos? En rigor, sus expresiones son tan clarividentes — tan justas— , que podrían ser rubricadas por Agustín de H ipona. Parece paradójico el sabio consejo del loco. Es posible que ese cerrar los ojos para verse a sí m ism o por dentro, y ese tapar las orejas, para vivir aislado del bullicio, fuera el principio de su perfección. Queda aún una mu jer desnuda en el bosque. Su lenguaje se ha hecho prim itivo, agreste, nudoso. Y a no da consejos largos. Con la simplicísima voluntad del cosmos grita una sola palabra. Pero es tan hum ana, que justifica su vida. Corre bajo los pinos, se golpea el pecho, y grita : «Amor, amor».

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz