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JO S E C A L A S A N Z DE LA ALDEA 1 2 7 ploración y de este descubrim iento de si m ismo valen las palabras enérgicas de su Testamento : «...aquéllo que antes me parecía amargo, me fue convertido en dulcedumbre del ánima y del cuerpo». Se refiere a la experiencia de su compasión para con los leprosos, pero es un dato que puede aplicarse a su nueva existencia de converso. La gracia perfecciona la naturaleza. Con todo, el santo sigue siendo hombre, con un lastre emocional y religioso que empieza a tomar form a en la in fancia y adquiere troquelamiento maduro en la ju ­ ventud. EH ambiente emocional religioso de Francisco queda m in i­ m izado por la fácil existencia burguesa que le toca en herencia directa de su padre. Y no basta que, en la prim era edad, haya una madre ejem p lar jun to a la cuna. La educación es obra de colabora­ ción en el gran misterio de formar almas. Francisco se basa en los recuerdos in fan tiles para la deliciosa descripción de las dos leyes que luchan por reinar en el corazón del hombre. La célebre antinom ia del hombre terreno y celestial que apunta San Pablo, y luego analiza, desde principios filosóficos, Agustín de H ipona, reviste aquí un bulto concreto y una expresividad plástica. Francisco siente sobre sí las dos eternas leyes del hombre espiritual que aspira a Dios y del h om ­ bre carnal que apetece broncamente un plato en el banquete humano. Y se expresa de este modo original: — i« ¡A h !, todavía no he podido reconciliarlos! — ¿A quiénes? De quiénes hablas, hermano Francisco? — De mi padre y de m i madre. Luchan en mí desde hace años y, te lo aseguro, esa lucha es toda mi vida. Pueden tomar nombres d iferen tes: Dios y Satanás, espíritu y carne, bien y mal, luz y tinieblas, pero nunca son otros que mi padre y mi madre. Mi padre grita : ’’G anada dinero, enriquécete, cambia tu o ro ... Sólo el rico y el señor son dignos de vivir. No seas bueno, te perderás; si te rompen un diente, rompe una mandíbula. No trates de que te quieran, procura ser temido. ¡No perdones, gol­ p e a !” . Y la voz de mi madre, aterrorizada, m e dice quedamente, para que mi padre no pueda oiría: ” ¡Sé bueno, mi Francisco, ama a los pobres, a los hum ildes, a los desheredados! ¡Perdona a quienes te hayan o fen d id o !” . M i padre y mi madre luchan en m í y me esfuerzo por reconciliarlos. Pero no se reconcilian, h e r­ m ano León, y su fro ...». He aquí un fenómeno extraño dentro de la obra de K azan tzak is: el apasionado elogio de la mu jer. El mundo femen ino de Kazantzakis

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