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126 D IO S , E L HOMBRE Y LA G R A C IA Francisco escuchaba y se le erizaba el cabello. La voz volvió a decir por encima de él, más cerca esta vez, en su oído: — ¿Puedes pisotear, envilecer a Francisco? ¡Nos estorba, nos impide reun im o s! ¡Hazlo desaparecer! Los niños te perseguirán y te arrojarán piedras. Las muchachas se asomarán a sus ven ­ tanas y se echarán a reír. Tú estarás cubierto de heridas, s a n ­ grando, pero dichoso, y exclam arás: Tenga bendición de Dios quien me arroje una piedra una vez. Tenga dos veces la bendi­ ción de Dios quien me arroje dos piedras. Tenga tres veces la bendición de Dios quien me arroje tres p ied ras...». ¿Puedes h a ­ cerlo? ¿Lo puedes? Gallas, ¿por qué? Dios le ha llevado a Francisco a lo que se llam a modernamente «situación lím ite». De su decisión va a depender todo el porvenir. Y San Francisco gana la partida a los ojos de Dios, «saltando» varias barreras al m ism o tiempo. La barrera del orgullo, de la «clase social», de los sentidos, del respeto humano. Ha saltado heroicamente al v a ­ cío, a lo que el hombre carnal estim a pérdida y locura. Pero se ha convencido de que Dios es un destino que «compensa» cualquier pér­ dida terrena. Este salto, absurdo de tejas abajo, ha ampliado su campo visual. Desde Dios se ven las cosas en su dimensión exacta, sin titubeos, sin vacilaciones. Comprende con una ilum inación súbita, el verdadero sentido de su vida. Dios es el destino de la h istoria y su personal herencia. La gran revolución de métodos, ideas y m en te que supone una radical vuelta a Dios, term ina con el sosiego pacífico que pro­ mete el Señor a los suyos. Kazantzakis subraya la divergencia de procedimientos del hombre temporal, acomodaticio y superficial y del «converso» reflexivo y optim ista. La vida anterior aparece «en ­ vuelta en pecados». Es posible que Francisco no h aya conocido la mordedura de la carne en efervescencia de lujurias. La vida en pe­ cado, vista en sondeo tremendamente riguroso en presencia de Dios, pudo ser simplemente frivolidad, ligereza, vanidad. Los biógrafos fran ­ ciscanos están acordes — incluso el pesim ista Celano— en afirmar que Francisco no conoció los peldaños ín fim os de la degradación. Pero, desde Dios, la despreocupación por el alma y la vida rutinaria son ya un modo de ingratitud y de pecado. El «envilecimiento» con que Francisco se autodisciplina a sí m is­ mo, redunda en su regeneración espiritual. La conversión es un re­ torno que a fecta la totalidad de sus experiencias mundanas, dándole un m odo nuevo de juzgar los acontecim ientos. Su m ism a actividad queda sellada con la m arca del «converso». Como síntesis de esta ex

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