PS_NyG_1961v008n001p0111_0137

JO S E C A L A S A N Z DE LA ALDEA 125 Los resultados de la prueba divina son duros: «No quedaba en él nada que no fuese ridículo. Todo el mundo sabía que se hab ía puesto en ridículo. Era un hecho sólido y ob ­ jetivo, como las piedras del cam ino. Se veía a sí m ismo objeto muy pequeño y distinto, a la manera de una mosca cam inando por el transparente cristal de una v en tan a ; y era, indudable­ mente, un loco. Y m ientras contemplaba la palabra loco, escri­ ta ante sí en caracteres luminosos, aquella palabra empezó a brillar y a cambiar de sentido». El paso decisivo está dado, dice el lector del humorista inglés que trata de entender a Francisco. S in embargo, el m om en to es tan tran s­ cendental, de una densidad hum ana tan sobrecogedora, que conviene desechar toda frivolidad literaria para profundizar en la en traña de los hechos. Francisco regresa voluntariamente al mundo de sus triunfos ju ­ veniles. H a sido aclamado rey por temperam ento y por gracia. La es­ plendidez no explica el ascendiente moral sobre sus amigos. Y «regre­ sa» al escenario de su vida mundana para derrotar en sí m ismo los últimos resabios paganos. La ley del orgullo se rebela contra la h u ­ m illación . El dilema es inevitable: o darse de lleno a Dios o renun ­ ciar para siempre a la vida perfecta. A primera vista parece cruel este comportam iento de Dios con los suyos. Francisco siente que sus huesos se dislocan ante la prueba y se resiste como humano. Le propone a Dios un ligero cambio de «pro­ gram a». Se hum illará ante el universo entero con tal de que no sea en Asís. Y Dios no pasa por el cambio. Tiene que ser en Asís (donde h a sido celebrado como rey de juventud), para que se derrumbe la racial soberbia del h ijo de Bernardone. Se le propone una especie de abdicación de lo que fue por amor de Jesús. La prueba le com ­ promete en vida y muerte. Y la gracia le da el último retoque para que sea esforzado y vencedor. Dios es amante celoso y lleva h asta el fin sus designios amorosos. Con las rodillas temblonas y las manos pálidas se acerca Francisco a la sala de la frivolidad, expuesto por voluntad de servicio divino, a las ironías de sus amigos de ayer. Kazantzakis ha visto esta escena con un dramatismo que congela: — ¡F rancisco! — dice el Señor— . — ¡Aquí estoy, Señor, a tus órdenes! — Francisco, ¿puedes ir a Asís, tu ciudad nata l, donde todos te conocen, y fren te a la casa de tu padre, ponerte a cantar y a danzar batiendo las m anos y gritando m i nombre?

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz