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1 2 4 D IO S, E L HOMBRE Y L A G R A C IA El hombre apetece naturalmente lo placentero. Es una ley instin ­ tiva que cala hasta el fondo del ser humano. Para hacer frente a esta ley, Dios le pone a Francisco en el disparadero. Hay que liber­ tarse de sí m ismo y del terruño na ta l que se lleva dentro. Si F ran ­ cisco sufriera la «probación» en un pueblo extraño, el valor sería parcial. Lo auténticamente valeroso es partir en dos su alm a por la violencia de la renuncia. Es entonces cuando aparece lo sensible en exceso y lo hum ano con su servidumbre, en oposición a las decisiones ascéticas. La escisión con la vida «en el pecado», es condición previa para ganar a Dios. Francisco prevé un porvenir grande (aún oculto y secreto a su m irada), en estas peticiones de generosidad por parte de Dios. La experiencia le enseña que Dios es insaciable. La vida de intim idad empieza por un intercambio. ¿Hasta cuándo tendrá el hombre fuer­ zas para resistir las urgencias de Dios? Dios da luz, una luz intensa que remueve el ser interior. Dios concede su gracia sin metros po ­ bres, con abundante esplendidez. No repara en cantidades porque es amor ordenado y en el amor con orden no caben las lim itaciones arbitrarias. Pero, si el hombre responde con gallardía, entonces se acabó la mediocridad. Dios exige cada d ía m ás, porque da cada vez más, aunque se resquebraje la gargan ta por la sed y escueza la vida como una pústula viva. La ruptura del hombre de Dios con el mundo que se deja atrás como un objeto inservible, le eleva a Francisco h a sta Dios. Desde este nuevo mirador el m ism o mundo cobra valor de ascensión y de ayuda. El santo reencuentra las cosas en otro sentido verdadero y espiritual, sin m ixtura de egocentrismo o de pasiones impurificadas. Dios ilum ina la inteligencia y es su pan. Pero antes de situarse en el plano de Dios hay etapas de cruda ausencia, peligro, temor y an ­ siedad. Dios vive en cada prueba, revienta los tumores podridos y no hace caso de las vahas quejas del hombre. Madura la personalidad pau latinamen te, paso a paso, sin prisas. Lo que pasa es que el h om ­ bre se impacienta, porque no descubre los misteriosos designios del cielo sobre su alma. En la hora de la verdad aparece claro que Dios ten ía toda la razón. Chesterton tiene unas reflexiones muy oportunas sobre el pasaje del reencuentro de Francisco con el universo anterior. Francisco bajó en túnel oscuro hasta el centro de la tierra, y, a partir de ese centro misterioso que es la hum illación, cada prueba lo acercaba a Dios, al mundo y a sí m ismo, ya rescatado y libre. Conviene insistir en el a l­ cance ascético de estas descripciones de «conversos» — Chesterton , Kazan tzakis y Francisco lo son— , para comprender luego actitudes y vivencias espirituales desconcertantes, del Poverello.

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