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1 2 2 D IO S , E L HOMBRE Y LA G R A C IA El destino del hombre que busca a Dios con firmeza y sinceridad es cam inar sin rumbo fijo. Se sabe que Dios puede aparecer en cual­ quier recodo del cam ino, en el valle, en la m on taña áspera. Dios se hace obsesión. Las cosas hum anas quedan relegadas al segundo p la ­ no, con menos bulto, difum inadas y perdidas en el tiempo. H asta el tiempo pierde valor ante el tremendo misterio de alcanzar al Señor. El hombre inquieto que busca a Dios empieza a desvivirse como ciu­ dadano y como individuo concreto. Un análisis hondo de la «historia» del hombre espiritual nos lleva a esta conclusión: el tiempo, el es­ pacio, la geografía, n o tienen más valor que el posible encuentro con Dios en una hora, en un sitio del mundo. Y aquí nace otro problema de índole temporal: para el hombre sensato es ridículo perder de vista la realidad del mundo que habitamos. Por eso se le tira piedras y lodo al santo. Porque ha perdido la noción de estos elementos que entran por los ojos del mundano. Como réplica, todos los hombres de Dios han vivido obsesionados por la presencia de D ios en su vida. Dios es el personaje central, la primera idea que sé suscita en el alma, fren te al acontecim iento más vulgar. Por eso ante el olvido inexpli­ cable en que los hombres dejan a Dios — esa realidad in fin ita y ca lu ­ rosa que traspasa el cosmos— los santos lloran por la locura del mundo. La. busca de Dios empieza, pues, por una valoración exacta del cosmos. Se ha hablado a veces d e .la «depreciación» del mundo. En franciscano se trata de una depreciación — si se puede emplear este término— relativa, comparativa, en el ámbito de la realidad total. Francisco de Asís sigue amando las cosas, comprende la naturaleza como punto de arranque y como contenido ejemplarista, pero su en ­ foque del mundo es nuevo: las cosas son «en» Dios y «para» Dios. Lo decisivo es Dios. Y hay que dejarlo todo por El. Todos los busca­ dores de Dios han dejado al margen lo que no es Dios. Comprenden que hay ciertos cam inos que conducen a la m isma m eta . Pero saben que a ellos se les exige siempre lo más difícil, lo m á s duro, lo más estricto. Fr. León, el cronista de la apasionante novela de Kazantzakis, ha renunciado al pan de cada día y a la mesa caliente por Dios. Por Dios ha sacrificado la tendencia innata al amor de la m u jer y a la supervivencia en los h ijos. Le parece la cosa m ás natural afirm arlo como consecuencia de su entrega al Señor. Por merecer estar con El, vivir con El y ser su amigo se desenreda de esas cosas que tientan con tanto poder a los hombres norm ales del siglo. Dios como búsqueda es un destino que exige acción viril y e s­ forzada : «Ten ía seca la garganta de pedir, hinchados los pies a fu er-

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