PS_NyG_1961v008n001p0111_0137

120 D IO S, E L HOMBRE Y LA G R A C IA da en un paisaje, en un motivo estético y nos sobrecoge con su pun ­ tual observación del cosmos. Pero, en el fondo, no gusta de recar­ gadas galas estéticas. S in llegar a la indiferencia de San Pablo por el paisaje, dato que expone con precisión Holzner, Kazan tzakis va en persecución de lo hum ano permanente y de lo divino eterno. Los ojos de Francisco eran grandes, rasgados, negros. Los ojos de Francisco ten ían además de calidad de «dulces y claros», en grado exquisito. Sólo esto bastaría para invitación a la simpatía y para comprender el éxito mundano primero — cuando el amor se hacía canción de ronda nocturna, b a jo las ventanas, en la bulliciosa san ­ gre juvenil— y su poder de arrastre, una vez que se encontró con Dios. A pesar de ello, lo definitivo de los ojos de Francisco pertenece a un plano superior, donde no cuen tan los criterios de belleza n i de hum ana sicología. No tienen nada que ver con lo que vulgarmente llam am os simpatía, claridad, don de gentes. El secreto de los ojos de Francisco radica en aquel poder de adivinación que desnudaba las almas para tomarlas el pulso y verlas en su inalienable y pavo ­ rosa realidad íntima. Francisco poseía un poder extraño de captación y conquista que atraía y convertía a los hombres. De este m anan tial de irradiaciones simpáticas bebieron casi todos los hombres de la historia cristiana después de él. Los ojos de Francisco eran un misterio en si m ismos. Dentro de las teorías de Niko Kazantzakis, el hecho es sicológicamente claro. La carne hab ía dejado su lugar al espíritu. H asta el pun to de que su m irada iba al blanco de las almas, despojando al hombre del muro carnal que pudiera ser entorpecimento para la tarea de salvar su destino. Es impresionante la silueta de estos o jo s: «A menudo m iraba a alguien pero sin verlo. Porque a través de la piel y la carne, a través de la cabeza del hombre que se encontraba ante él, percibía el cráneo, la cabeza del muerto». La biografía hum ana de Francisco consta de estos contrastes m is­ teriosos. Tan pronto como encuentra una situación oportuna se ele ­ va sobre si m ismo, trasvasando a la carne tal cantidad de espíritu que la diviniza. Es posible que todavía lleguen a inquietarle los canes sueltos del instinto. Entonces, por m iedo de su fragilidad y por puro amor contemplativo, le pide a Dios que le desvista del cuerpo para llegar, a la libertad perfecta. ¿Cuál es el camino de esta libertad? ¿Qué sorprendente hallazgo le reserva Dios en este cam ino es­ trecho? He aquí los puntos que analiza el novelista griego con el máximo respeto y con la más deliciosa audacia.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz