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A L E JA N D R O DE V IL L A L M O N T E 29 que se aplica al bautizando como «sacramento saludable para poner en fuga al enemigo». En forma solemne e impresionante se le con­ mina al diablo que deje al hombre por medio de los conjuros. Cul­ mina en la «renuncias» que se hacen antes de la profesión de fe. Por el bautismo el hombre queda desvinculado del vie jo Adán, de su pecado, de sus inclinaciones al mal, de su modo de ver las cosas, de su conducta pecaminosa. El vestido blanco de los antiguos recién bautizados y el velo blan­ co de nuestra actual liturgia romana, simbolizan la resurrección a nueva vida; la alegría y el triunfo de la gracia sobre el pecado; la limpieza del alma, donde todo lo que tenga razón de pecado ha desa­ parecido. El rito bautismal que sumerge al bautizando y luego le saca del agua es un signo simbólico y eficaz de la muerte y resurrección de Cristo, según explica largamente San Pablo (Rom. 6). El sumergir en el agua significa y realiza la muerte y purificación de todo pecado; el salir del agua simboliza y verifica la resurrección a nueva vida. Como Cristo en su muerte murió del todo a su condición «carnal» (sárkica) de modo que las leyes del existir terrenal ya no le afectan en nada; así espiritualmente el cristiano: murió del todo a su con­ dición de «pecador» y las leyes de la antigua existencia pecaminosa ya no tienen por qué afectarle más. La exten sión de la remisión del pecado es universal, afectando a todo pecado mortal o venial; a la pena eterna del pecado; a la pena temporal debida por el mismo. Finalmente, conviene recordar aquí, como en cualquiera de los efectos que produce el bautismo, el sentido «escatológico» del mismo. El bautismo sólo inicialmente nos introduce en las realidades sobre­ naturales por él significadas. En el N. T. se expresa este sentido es­ catológico diciendo que el bautismo nos da la «prenda-arras» del Es­ píritu. Es una semilla de Dios en nosotros, todavía no es la plena floración. Por eso se comprende que la rotura con el pecado que opera el bautismo no es absoluta en el hombre. No queda nada de lo que es formalmente pecado, pero quedamos sujetos a algunas de sus con­ secuencias: la inclinación al pecado en nuestro cuerpo y en nuestra alma; la sujeción al sufrimiento y a la muerte. Pero aun en estos residuos de la pecaminosidad encontramos un nuevo sentido: el combate espiritual y la espectación de la muerte, tienen sentido para el bautizado como asimilación a la vida de «humillación y obe­ diencia», al estado de «anonadamiento» que tomó Jesús antes de recibir del Padre la «exaltación gloriosa». Por el bautismo el cristiano se hace «hombre de Cristo», incorporado a su vida y destino. Por

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