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CA R L O S DE V IL L A P A D IE R N A 5 EN EL NUEVO TESTAMENTO En la Nueva Alianza ya no puede decirse, como en la Ant'gua: «no es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda se mejante a él» (Gén. 2, 18); porque el celibato es un don de Dios, como el matrimonio, y un carisma más perfecto que éste (Mt. 19, 12; I Cor. 7, 7), y, por lo tanto, un estado normal de la vida cristiana. 1. M t. 19, 10 ss. — Cristo aduce la razón que explica y justifica el estado de celibato. Después de poner Cristo los puntos sobre las íes en la delicada y siempre tentadora cuestión del divorcio, declarando la indisolubilidad absoluta del matrimonio, los discípulos exclaman aterrados: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse». El les contesta: «no todos entienden esto, sino aquéllos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hom bres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender que entienda». Se trata aquí del celibato, y no de la mera continencia, aunque sea perpetua, pues Cristo responde a la preocupación de los dis cípulos: «...preferible es no casarse». El simple anuncio del matrimonio indisoluble agolpaba en la ca beza de todo judío un cúmulo de inconvenientes gravosos e insopor tables. San Jerónimo se recrea en su enumeración detallada, con el afán de defender la virgnidad. «¡Qué peso tan enorme el de estas mujeres, si no es lícito despacharlas, repudiarlas..., si bebe, si es lujuriosa, colérica, disoluta, golosa, trotacalles, pendenciera, lengua raz ¿habrá, no obstante, que retenerla? Quieras o no, habrá que aguantarla, ’’volumus nolumus sustinenda est”» 2. Los rabinos acumulaban igualmente inconvenientes fantásticos e imaginarios.. Se representaban verdaderas hecatombes de matrimo nios o de bodas, casándose a la vez mil siervos con otras tantas sier- vas. Al día siguiente, los maridos aparecían en un estado lamentable y ridículo a la vez: «uno tenía la cabeza rota, otro, un ojo arrancado, un tercero, un pie cortado... Este decía: no la quiero ver; ella res pondía: ni yo tampoco a él» 3. No es de extrañar que con semejantes impedimentos, agrandados por su imagimación, la frase de los discípulos nazca espontánea: 2. P L., 26, 135. 3. S t r a c k B il l e r b e c k , Kommentar zum neuen Testament aus Talmud und Midrasch-. Das Evangelium nach Matth., (München, 1922) t. I , 803.
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