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12 E L C E LIB A TO Y LA B IB L IA casado, sino que excluye al clérigo «bigamo», al clérigo casado en segundas nupcias. «Quiero, pues, que las jóvenes se casen, críen hijos, gobiernen su casa, y no den al enemigo ningún pretexto de maledicencia, porque algunas ya se han extraviado en pos de Satanás» (I Tim. 5, 14-15). Esta orden del Apóstol no se opone a los consejos generales sobre el celibato (I Cor. 7, 7, 32, 40); se trata aquí de un caso muy peculiar y preciso, idéntico al de I Cor. 7, 9: el peligro de incontinencia. Las viudas jóvenes están expuestas a un peligro irresistible, y álgunas ya han caído con gran escándalo de la comunidad y exultante regocijo de los enemigos. En estas condiciones San Pablo quiere que sean bue nas madres de familia. Esto será un bien menor que pertenecer ex clusivamente al Señor, pero valdrá infinitamente más que incurrir en condenación a causa de la incontinencia. Otro textos podrían aducirse, pero con estos hay suficientes para darse cuenta de la mente de San Pablo. En toda su doctrina prevalece siempre el mismo principio: el celibato es un estado espiritualmente más ventajoso para dedicarse a las cosas del reino de los cielos; pero antes de exponerse a la incontinencia es mejor casarse. No dice San Pablo que el mayor número de los cristianos deba permanecer céli bes (I Co 7, 25-34). No intenta desvalorizar el matrimonio; cuando invita al celibato no es «para tender un lazo», sino «para unir más firmemente al Señor» (I Co 7, 35). Según el pensamiento de Cristo y de San Pablo, ya no podrá de cirse, como en la Antigua Ley, que morir célibe es una desgracia (Je 11, 34-39), sino que se considerará como un triunfo y un honor de privilegiados, de señalados por el dedo benevolente de Dios: «...y nadie podía aprender el cántico sino los ciento cuarenta y cuatro mil, los que fueron rescatados de la tierra. Estos son los que no se mancharon con mujeres y son vírgenes. Estos son los que siguen al Cordero a dondequiera que va. Estos fueron rescatados de entre los hombres, como primicias para Dios y para el Cordero...» (Apoc 14, 3-4). Ni Cristo ni San Pablo mandan que los clérigos vivan célibes, pero su deseo brota espon táneo y natural de cuanto h em os expuesto. C arlos de V illapadierna , O. F. M. Cap.
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