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2 4 4 EL HOMBRE Y LAS COSAS S e ría éste un buen momento p a ra tra ta r de la a u ten ticid ad e in a u te n tic id ad , a que O rtega h a hecho re fe ren c ia en numerosos p a ­ sa je s de su obra. Pero sólo quiero re co rd a r que, lo m ismo que H e id eg ­ ger, coloca la au ten ticid ad e in a u te n tic id a d fu e ra del c ircu lo de lo ético. Cuando se dice que el hombre e je rce u n a g ran pa rte de sus acciones en fo rm a in a u tè n tic a , simplemente se con stata u n h e ch o ; pero no se e nu n cia un ju ic io va lo ra tivo en el orden m o ral. F re n te al au tén tico yo, que, como hemos visto, es sobre todo y p rim o rd ia lm e n te un personaje p rog ram ático , en cuya re a liza c ió n in te rv ie n e n el alm a y el cüerpo del hombre, sus dotes, su c a rá cte r, además del m undo e xte rio r que nos resiste o nos ayuda, m uchos hombres v a n llen ando con su stitu tivo s aque lla existen cia que se queda en proyecto. T e n e ­ mos entonces el hombre in a u tè n tico , el que h a de fraudado a l otro yo que h u b ie ra podido y debido ser. Pero como en toda v id a h a y nece ­ sa riam en te u n a g ran po rción de in a u te n tic id a d — y no h a b rá n in g u ­ na tan pobre que no tenga su p a rte de a u te n tic id a d— el p roblem a se reduce a la p ropo rción en que ambos ing red ien te s e n tra n en cada vid a concreta. E s lo que llam a «la dosis de au ten ticidad» de u n a v ida cua lqu ie ra . «No se con fund a , ad vie rte Ortega, el deber ser de la m o ra l, que h a b ita en la región in te le c tu a l del hom bre, con el im p e ra tivo v ita l, con el ten er que ser de la vocación pe rsonal, situado en la región más p ro fu n d a y p rim a ria de nue stro ser. Todo lo in te le c tu a l y v o litivo es secundario , es ya reacción p rovocada po r nue stro se r rad ica l» (43). E l h o m b r e y l a s c o s a s S i he comenzado por el a n á lis is del hombre, esto h a obedecido exclu sivam en te a exigen cia s m etodo lóg icas; pero de n in g u n a m an e ­ ra s ig n ific a que en O rtega el hombre, el yo sea con an te rio rid a d a las cosas. Desde Descartes h a sido el su je to el dato p rim e ro in d u b ita b le ; aún más, de ese su je to sólo se ve ía el e sp íritu . G ilso n h a podido es­ c rib ir agudam ente que p a ra el alm a de D escarte s n a d a h u b ie ra cam ­ biado si no h u b ie ra estado u n id a al cuerpo. E l he rm ano cuerpo— así le llam a a lgu n a vez tam b ién O rtega— con taba m uy poco p a ra toda la época ide a lista . Pero O rtega h a saltado de cid idam en te fu e ra de ese c írcu lo mágico del idealismo. Y de ta l modo se h a evadido, que h a dejado a trá s a no pocos de los más rep re sen ta tivo s neoe sco lá sti- cos. Po r de p ron to a todos aquellos que, en el p rob lem a crite rio lóg ico , 43. IV , 406.

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