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3 6 PREDIQUEMOS AL DIOS VIVO tico. El pueblo ha experimentado la fuerza, el auxilio y la fidelidad del Señor. Aún más, el Señor le promete asistirle a su lado para siempre. Pero sujeta la voluntad el pueblo a ciertas normas. El h e ­ cho de que la proclamación de la voluntad de Dios sea revestida de formas narrativas tan concretas y se presente encarnada en el dra ­ matismo de un dato h istórico — la narración de los hechos del Sinaí— , indica claramente que con ello se quieren fundar las relaciones c on ­ cretas de la vida práctica entre el Pueblo y su Dios. La concepción de las relaciones D ios-hombre com o una alianza de amistad entre dos personas, en p lan de mutua con fianza y en ­ trega, tiene un extraordinario valor religioso-práctico y predicable, por tanto. Nosotros, habituados a considerar la religiosidad ba jo este aspecto, no nos damos perfecta cuenta de e llo ; pero conviene exa­ m inar este hecho en su sentido originario. La idea de la Alianza abre a la religión revelada hacia un concepto elevado y incom para ­ blemente rico en conten ido y hacia un progreso ilim itado en las re­ laciones del hombre con su Dios y que éstas se fundan sobre la base de la expansión del amor y de la vida. En efecto, desde el primer m o ­ m ento se hace ya man ifiesta la existencia de una voluntad divina a la cual el hombre debe atenerse y a la cual puede acudir con toda con fianza. La A lianza contiene no sólo exigencias, sino también promesas de asistencia divina y cuidado paternal: «Vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vuestro Dios», repite con frecuencia la Biblia en el AT. Con ello la vida humana cobra una finalidad y la historia entera adquiere un hondo sentido. Queda defin itivamente superado y excluido el pavor que por doquiera invadía a los paganos frente a la arbitrariedad y talante de los dioses. Temor que aparece en los hombres de cultura superior hasta nuestros d ías: el pavor y la an ­ gustia ante la nada, y ante el sinsentido de la vida humana ind i­ vidual y colectiva. A los hombres de hora se nos hace d ifícil imaginarnos lo que sign ifica para un hombre en estado natural el ejercicio de la reli­ gión. Puede el hombre cumplir, afanosamente incluso, sus deberes para con D ios; pero ante sus sacrificios y oraciones el cielo p er­ manece silencioso. Para el hombre que ya previamente no tenga una fe profunda, este Dios que no habla, que no dice nada, ni dialoga con el h om b re; que no tiene una palabra de consuelo para los afanes humanos, ni un estímulo en sus fa tigas; ni una reprensión para sus pecados: este Dios se desvitaliza gradualmente en la conciencia, p ier­ de para el hombre todo sentido de «persona lidad »; el hombre se d e ­ sinteresa por El y le regala a la región de lo Absoluto inaccesible e inmóvil. O bien se «humaniza» totalm ente según las exigencias, anhelos y aún caprichos humanos.

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