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3 0 6 LA FILOSOFIA M E SIAN ICA DE BERDIAEFF con su propiedad trascendental de verdadero, sino un principio irra­ cional. Con ello cree Berdiaeff que se abre la puerta a una filosofía de la libertad. El ser no sería otra cosa que la libertad fijada, con­ gelada. El empeño de la filosofía consiste en sacar al hombre del esta­ tismo en que lo han aprisionado las filosofías objetivistas y devolver­ le esa cualidad del espíritu que consiste en libertad primordial. En ­ tre los escolásticos, el único que intuyó la filosofía en función de la libertad y no de la naturaleza fué para Berdiaeff Duns Escoto. «Los elementos de la filosofía de la libertad los presintió el más grande de los escolásticos, Duns Escoto, aunque no acertó a desprenderse de las trabas de su pensamiento». Con esa libertad el hombre recobra el puesto que le corresponde del lado de Dios y no del lado de la na ­ turaleza. La filosofía, al serlo del existente humano, se tornará an - tropocéntrica; pero el hombre debe ser teocéntrico. Si quisiéramos ilustrar con un símil lo que a los ojos de Berdiaeff significa esta revolución filosófica, acaso no encontraríamos nada tan cercano como Segismundo, en el drama inmortal de Calderón. Segismundo ha abandonado la torre donde vivía prisionero y, por fin, llega a saber quién es. Es el momento del arrebato voluntarista y prepotente: ¿Qué tengo más que saber después de saber quién soy, para mostrar desde hoy mi soberbia y mi poder? Creo que este símbolo, que alguna vez entrevio Unamuno, podía darnos una comprensión bastante exacta, y en todo caso más apro­ ximada, de dos actitudes antagónicas que rebasan los cuadros de dos teorías gnoseológicas para afincarse en el suelo de la metafísica. La realidad primera es, según esta corriente del pensamiento, voluntad creadora, fuego y pasión. Dentro de esta línea de pensadores sitúa Berdiaeff a Heráclito, Hegel, Dostoiewski, Nietzsche, Bergson, aunque nos dice que este último presenta su «élan vital» en forma demasia­ do escolástica y con un cierto regusto biológico. El hombre perdido en la cotidianeidad de lo que nos rodea y nos ab­ sorbe, muy rara vez toma conciencia de esta fuente creadora de su ser, cuando debiera ser el acto creador, personalísimo, la respuesta que el hombre diera normalmente a la llamada de Dios. Esta pasión creadora se conserva en el hombre hasta en su misma caída, se ma­ nifiesta en el genio y en el santo, y para la mayoría queda como la brasa amortiguada entre las cenizas del hogar. «En el hondón del hombre está escondida la pasión creadora del amor y de la piedad,

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