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288 ITIN ERARIO E X IS T EN C IA L ... Y ya, Señor, ya nunca podría ser tan bueno cual soy en estas horas de lírico placer en que no peco en nada...» (83). Por eso el autor de «Horas» se dedica ardorosamente a la bús queda del amor. Concibe el complejo arte de amar como «trance de unidad» que escribió Lizcano, pero sin descuidar para nada su valor ascético de medio de perfección. Y aquí los horizontes éticos del amor son inefables. El mundo de hoy suele considerar el noviazgo como una satisfacción larvada de apetencias inferiores. Como un servicio sumiso — casi necesario— al mundo de la carne. Y esto es inhumano. Ortega y Gasset — nada sospechoso, por cierto en su ideología acatólica— distingue con una claridad extrema lo pasional, lo voluptuoso y lo espiritual en cada facción del amor. El lector conoce perfectamente el análisis brillante de las teorías de Santo Tomás, San Agustín, Stendhal..., en sus « Estudios sobre el amor». Leal Insua desmiente la mascarada del amor exclusivamente se xual. El amor auténtico ha de orientarse en una dirección superior por encima de los caprichos sensorios. Ante la mujer amada hay que afilar la sensibilidad, hay que descalzarse reverencialmente porque lugar y espacio son santos. Ni miradas lujuriosas, ni tactos gruesos. Sólo un afán sereno — puro y altísimo— de comprender. De este modo el amor no es un episodio circunstancial. Ni si quiera la tarea humana de un tiempo determinado. Es la razón única de ser del hombre en el mundo. Y la definición evangélica de Dios desde la eternidad, como escribe exquisitamente San Juan: «Dios es amor...». Las modernas teorías psicológicas y metafísicas sobre el amor han sido capturadas por el lazo invisible de la atención leal-insua- na. Fundamentalmente los estudios de Max Scheler sobre el « Ordo amoris », y sobre la « Esencia y formas de la simpatía», el ya citado ensayo de Ortega y uno de los mejores análisis literarios de Mauriac: «Siete aspectos del amor...», tenían un perfil definido en la pluma del joven soñador de Vivero. Oigamos con respecto la gravedad de estos versos: «Pon en el juego de amor todo cuanto tengas, ¡todo! (83) Ib id ., p. 41.
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