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FR. JOSE CALASANZ DE LA ALDEA 273 Leal Insua, niño precoz, vivió desde su edad temprana la fe in ­ genua de la Providencia. De esa providencia que se ve en todo la presencia de Dios, — sin mucha erudición, es cierto, pero con una naturalidad tan inteligente que avergüenza nuestra presunción de hombre de ciencia. Para el católico, Dios no es un concepto abstracto. Es algo tan presente, tan real, que tiene siempre un puesto reservado en la casa, en el Sagrario, en el corazón. Más que por la teodicea, se le conoce y se le vive por la teología y por el catecismo, que es también un modo de teología. Pero, en rigor, lo definitivamente válido en un problema tan espinoso es el sentimiento cristiano de adhesión al Espíritu que nos lleva a los brazos del Padre providente. El itinerario existencial de nuestro poeta nos obliga a trenzar unas sugerencias sobre la Providencia. Como son anotaciones al mar­ gen de una vida y la vida es siempre varia, dentro de su concretez, no ha de buscarse en ellas un orden lógico de tratado si no aquella lógica del corazón de la que habla Pascal. La Providencia tiene siempre razón. Pero esta razón — la razón o las razones de Dios— no es siempre clara para la visión carnal, grue­ sa y sensitiva de las cosas. Dios es luz. Vive en la luz. Obra desde la luz. El hombre puede quedarse a obscuras por falta de luz o por­ que la luz es muy intensa. O por las dos causas al mismo tiempo. Las pupilas humanas se empañan con las lágrimas, con el sueño, con la pasión que ciega. El poeta enfermo y sólo no reparó, quizás, en que todos sus pasos estaban contados por Dios antes de imprimirse en la tierra de los caminos. Lo cierto es que su senda estaba ya trazada en el libro vir­ gen de la vida. Cuando paseaba su pesimismo por las calles lluviosas del alma, ya sabía Dios el por qué, el dónde, el cómo y el cuándo de su dolor. La enfermedad tenía una razón de ser. Y la iniciación y el vacío en la monotonía de la carne sin fuerzas. Dios había elegido aque­ llos métodos providenciales para hacerle todo un hombre, sin prisas, siguiendo la ritma vital que El ha impreso en la naturaleza. La prisa es siempre una violencia antinatural que inflijimos a las cosas, pre­ cisamente por nuestra radical falta de visión. Por eso Dios nunca padece la fascinación de la prisa. Lo ve todo en su volumen exacto y en su hora única. La naturaleza es mucho más sabia en esto que el hombre: sabe esperar el momento preciso en todo. La naturaleza espera su turno sin impaciencia. Sólo un espasmo de gozo en el presentimiento de un parto nuevo en las entrañas de la tierra, cuando el sol ahuyenta la crudeza del invierno hostil. El día y la noche tienen una fijeza

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