PS_NyG_1957v004n007p0239_0289

270 ITIN ERARIO E X IS T E N C IA !/.., Leal Insua ha olvidado todos sus sufrimientos en el asombro pue­ ril — ¿genial?— de una hora de «Flores». En el diálogo — muy dentro de la preocupación teológica de nuestro teatro clásico— entre la Vida y la Muerte, la última palabra, la más verdadera, la dice la Vida: «— ¡Calla y duerme! No te agites que todo llega. Un día habrás de mirarlo como tú quieras. — ¡Hermana! Sí. Gracias. Pero... acaso sea que la muerte diga: ¡Pronto! — Y dirá la Vida: ¡Espera!» (53). En la hora de la alegría ha encontrado un sentido hermoso para su quehacer. Los ojos pesimistas habían resbalado por las cosas sin compren­ derlas. Tal vez sin darse cuenta de que, a su lado, había otros seres dignos de comprensión. Como el caracol que se inmerge en el capa­ razón duro de su concha portátil por reserva, por miedo o por pre­ sunción, el hombre pesimista vive siempre sólo. Y , sin embargo, no repara en su aislamiento egoísta hasta que vibra con la primera experiencia de la alegría. Una experiencia dul­ ce, inacabada y estimulante que allana los caminos para conversar con el compañero de viaje que ya se oye en la ladera del monte, por­ que los montes tienen eco... El corazón — libre de la esterilidad— florece de buenos deseos: «¡Qué ganas de abrazar a ese mendigo que va por la ca­ rretera con sus probables ochenta años al hombro metidos en el zurrón! ¡Qué ganas de sentarse al lado de esa viejecita que está acurrucada en el ribazo, contenta sólo de ver cómo pace su vaca, y preguntarle por sus cosas, por su vida, en tanto que miramos sus rodillas huesudas dobladas como leños astillados dentro del halda: ¡Qué ganas de ir hasta aquel corderillo y besarle en la hon ­ da transparencia de sus ojos mansos! ¡Qué ganas de hacer bien, de recibirlo, de ser grano en la (53) M i S oled a d so n o ra , p p . 25-26.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz