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9 6 POLITICA ESPAÑOLA EN ANGEL GAN IVET ren introducirle en la participación activa de la vida pública; para falicitarle el cam ino y venciendo no pequeña repugnancia de Pío Cid — alias Ganivet— le recomiendan a un apersona influyente en las altas esferas del gobierno. Este acepta el mecenazgo, pero quie re antes cerciorarse de las cualidades de su protegido. Entre am bos se desarrolla este diálogo, que no necesita de comentario por que resalta con toda evidencia el pensam iento. ¿...C ree usted que las instituciones actuales son una solución defin itiva de nuestra organización política general, y que se ha ce rrado ya el período constituyente y que no se debe tocar en ade lante las leyes fundamen tales del Estado?, le pregunta el mecenas. ¿Cómo he de creer yo sem ejan te desatino? A mi parecer la organización que hoy tenemos es apropiada a nuestro estado in te lectua l; no sabemos lo que queremos, valemos muy poco y sabemos poquísimo; ¿cómo vamos a tener un poder fuerte? Si lo tuviéramos de nombre, ¿cree usted que íbamos a engañar a n ad ie ...? Nuestro país es un país de imaginación, y no se con forma con el papel m o desto, y a ratos poco airoso, que ahora tiene que representar. Hay quien sueña con un poder fuerte, como si dijéramos el absolutismo. Y hay que preguntar si tenemos medios para costear esos lujos, y si no es más prudente ir economizando y reuniendo fuerzas y ro bustecer el poder político conforme nuestras ideales vayan necesi tando un instrumento de acción m ás poderoso...». — Luego entonces ese régimen de ahora no es defin itivo ... — No hay nada definitivo en el mundo, señor Candaría, y nuestro sistema parlamentario, lejos de ser definitivo, está ya deseando que le den un puntapié y lo quiten de enm ed io ..., y le aseguro a usted que es m i convicción in tim a que nuestro período de devaneo parla mentario no durará un siglo entero. «Nuestro gobierno natural, dice Ganivet, es un gobierno fuerte y duro, como nuestro temperam en to; la filantropía democrática nos parece una degeneración de nuestro carácter, puesto que nosotros, quien más, quien menos, todos somos reyes en nuestra casa y para nuestro fuero interno, y nos gusta que el rey o gobernador, o lo que sea, del país, lo sea de verdad, para si llega el caso, lucirnos haciéndoles ba jar la cabeza. El tipo que más entusiasma a nuestro pueblo es el de un hombre que, como el Cid, trata al rey de potencia a po tencia ; pero tales caracteres sólo se form an cuando los reyes lo son de cuerpo entero e inspiran adm ira ción o temor. Si el rey es un funcionario reglamentado como los de más, los ciudadanos serán borregos esquilados, y el Poder nacional, disgregado y disperso, sólo se mostrará en actos mezquinos de auto ridades enanas, cuyos desafueros, cuando los cometen, sólo son m e recedores de que se los castigue de un cogotazo. Por esta razón en
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