PS_NyG_1956v004n005p0181_0204

182 Fr. Pelayo de Zamayón. O. F. M. Cap., P. U. E. de Salamanca Tres años antes, el 18 de julio de 1945 , el Fuero de los Españoles había establecido para nuestra Patria una prescripción legal tan similar a la ante­ riormente citada que se dirían copia y modelo. A saber: «Todos los trabajadores serán amparados por el Estado en sus derechos a una retribución justa y suficiente, cuando menos, para proporcionar a ellos y a sus familias bienestar que les permita vida moral y digna» (art. 27 ). Y esto se completa con lo legislado en el artículo siguiente, a saber: «El Estado español garantiza a todos los trabajadores la seguridad de su amparo en el infortunio y les reconoce el derecho a la asistencia en los casos de vejez, de muerte, enfermedad, maternidad, accidentes de trabajo, invalidez, paro forzoso y demás riesgos que pueden ser objeto de Seguro Social» (art. 28 ). Lo cual constituye una confirmación del Fuero del Trabajo ( 1938 ), decla­ ración III, artículo 1.°, donde se establece: «La retribución del trabajo será, como mínimo, suficiente para propor­ cionar al trabajador y su familia una vida moral y digna.» Lo cual se amplía en los artículos subsiguientes y en la declaración X. A su vez, el Magisterio Eclesiástico viene proclamando eso mismo — y más aún que eso — desde hace tres cuartos de siglo, en repetidas ocasiones. En su Mensaje Navideño de 1942 , el Papa felizmente reinante enseña: «El que conoce las grandes Encíclicas de Nuestros predecesores y Nues­ tros anteriores Mensajes, no ignora que la Iglesia no duda en sacar las conse­ cuencias prácticas que se derivan de la nobleza moral del trabajo y en apoyarlas con toda la fuerza de su autoridad. Estas exigencias comprenden, además de un salario justo, suficiente para las necesidades del obrero y de la familia, la conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una segura, aunque modesta, propiedad privada a todas las clases del pueblo, que favorezca una formación superior para los hijos de las clases obreras especialmente dotados de inteligencia y buena voluntad, y pro­ mueva en las aldeas, en los pueblos, en la provincia y en la nación, la vigilancia y la realización práctica del espíritu social que, al suavizar las diferencias de intereses y de clases, quita a los obreros el sentimiento del aislamiento a cambio de la consoladora experiencia de una solidaridad genuinamente humana y cristianamente fraterna» ( 3 ). Y en un discurso pronunciado en el patio de San Dámaso, el 13 de junio de 1943 , ante una concentración de 23.000 obreros italianos, reafirma y completa lo ya enseñado con notable apremio e insistencia: «La Iglesia, defensora de las justas aspiraciones del pueblo trabajador.» (3) Radio-Mensaje del 25 de diciembre de 1942, núm. 35. En Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, ed. 4.a (Madrid, 1955), 217 b ss.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz