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P. Pelayo de Zamayón, O. F. M. Cap. 125 minadas en él de arriba abajo. El fracaso de la evangelización de las masas es un hecho paten­ te, a pesar del trabajo y de la santidad desplegados por aquellos que generosamente la han emprendido. Ese fracaso tiene, por otra parte, un antecedente histórico: el cristianismo no penetró en las masas romanas entregadas a los juegos del circo y a los vendavales del Imperio en perdición, aunque estaba entonces en la plenitud de su juventud y de su ardor conquistador. La razón de ese fracaso resonante — que no excluye ciertos resultados individuales o esporádicos — nos parece clara. Uno de ios resultados más claros de la desvitalización del espíritu y de la desespiritualización de la vida, provocados por el racionalismo, es la pérdida del sentido ontològico de lo real, en particular de lo real más próximo: el prójimo mismo. El hombre-masa tomado com o tal, es inabordable: si no es cuando se excita en él el último reflejo de su vitalidad en descenso: el de conservación y de defensa, que se opone precisamente al prójimo. Su espíritu desencarnado, desarraigado de la vida y de los cuerpos superiores que son la familia, la profesión, la patria, se encuentra sin defensa delante de las ideologías y las técnicas del colectivismo» (p. 181 ). «Por cuya razón el hombre que está absorbido por lo colectivo se produce ciegamente desde que se le presenta la idea de Dios, a fortiori la de Cristo... La palabra misma de Dios le trastorna, pues no puede creer más que en una seudoexistencia colectiva que conforta idealmente su vitalidad desfalleciente. Tocamos aquí el gran misterio del ateísmo religioso. El hombre que no cree en nada sin duda no ha existido jamás, aun antes de la predicación del Evangelio. Creer es sencillamente adherirse a alguna cosa que no se puede ver, palpar o aun pensar, pero existe más allá de lo inapresable. La fe es consubstancial al hombre porque él no lo es todo. Pero en el hombre desencarnado la creencia se va de un solo ímpetu hacia la colectividad universal e imaginaria que lleva en su espíritu, a la cual se coge con tanta más fuerza cuanto que se confunde con su propio yo. Lo colectivo es. a la vez, él mismo y más allá, com o D ios» (p. 183 ). «Así el hombre formado en el clima de la civilización moderna evoluciona hacia la pendiente opuesta al cristianismo: es incapaz de concebir un Dios personal, un Dios espiritual que se encarna para la salvación de los hombres» (p. 184 ). 1 V Las ideas del racionalismo o los elementos de la civilización moderna se articulan en tres líneas de fuerza directamente opuestas al dinamismo del mensaje cristiano: Primera, L a idea de progreso, que convierte el movimiento trascendente d l hombre hacia Dios en un movimiento tras-descendente del hombre hacia la posesión demiúrgica del mundo: hace, así, que el hombre viva de espaldas a Dios. Segunda, los sortileg ios de la técnica, pues la civilización industrial de nuestro tiempo tiende completamente hacia el hombre. Nos enim sumas quadammodo f in ís omníum a rtífic ia ííum . Con esto l eligión de Dios es reemplazada por la religión del hombre; más éste, al fin y al cabo, se halla prisionero de sus propias invenciones, pues le trazan imperativamente el camino que tiene que seguir. «La magia técnica lleva todas las cosas al hombre, que viene a ser com o el disparador de una máquina en función; y he ahí el universo presente al hombre, el hombre presente al universo. Para quien goza de la técnica esto produce aquello automáticamente, y eso es todo: el resultado esperado surge. Esa «simbiosis» del mundo de las técnicas y del hombre, donde cada uno se ofrece al otro sin esfuerzo, engendra una incalculable pretensión, refugiada en el incons­ ciente, que determina todo el comportamiento del ser: seguridad, confort, salud, rapidez, facilidad al alcance de la mano, efectivamente para los ricos, en esperanza revolucionaria para los otros, sin desgaste de energía interior, ¿cómo el hombre no va a estar persuadido de que se le debe tod o? ¿Cóm o no se consagrará a una especie de culto supersticioso? A partir de ese momento el Dios cristiano está muerto para la conciencia de semejante hombre, pues él es por esencia el Que no debe. El Que se da por gracia» (p. 195 ). «El hombre con­ temporáneo cree n la técnica omnipresente de la misma manera que sus antepasados lejanos creían en los dioses. La sostiene porque ella le sostiene, pone su confianza en ella y ella en él. El circuito está cerrado; a la religión natural se sustituye una religión artificiosa, a la cual cada uno sacrifica con una conciencia tanto más alegre y más inocente cuanto que cada uno sacrifica de hecho a sí mismo. Y esto es muy grave para el cristianismo» (p. 194 ). Ter

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