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P. Pelayo de Zamayón, O. F. M. Cap. a ese estadio. Si tomamos una a una las grandes corrientes «doctrinales» que interfieren en la civilización actual y las consideramos menos en sus diferentes orígenes que en la especie de delta pantanoso adonde van a parar, experimentamos la impresión desconsoladora de la similitud en la pobreza. Marxismo, capitalismo y un cierto cristianismo convergen a porfía hacia la dominación del mundo por el «espíritu» humano. Pero ese mundo no es más que una tierra abstracta, gris, uniforme; en vano se busca en ella a los hombres en carne y hueso. Es una expresión algebraica, donde no encontramos a nadie, donde el prójimo sensible y concreto ha desaparecido, diluido en la conciencia de la humanidad. Para esos sistemas los hombres no están ya ligados entre sí por un no sé qué, imposible de describir, que les fuerza, a través de choques y de vicisitudes, a articularse en la presencia cálida de pequeñas comunidades, en las cuales cada uno encuentra y comprende a cada uno sin esfuerzo... La civilización ya no tiene ante sí más que átomos humanos que desintegra, y de los cuales espera sacar energías psíquicas desconocidas, que renovarán la faz de la tierra bajo la direc­ ción del «espíritu»; sea éste espiritual o material, político o económico, agnóstico o cientí­ fico, poco importa, ahí está dirigiendo la pobre humanidad sangrienta hacia su «bien» (p. 34 ). He ahí, pues, el drama de la conciencia o del espíritu en los momentos de crisis profunda de la civilización: la relación fundamental del hombre con el mundo no tiene ya otra exis­ tencia que la pensada, e hecho la imaginada, dad la rareza efectiva del pensamiento pro­ piamente dicho en la especie humana. Abolidas la compenetración y la simpatía del hombre y del mundo, éste no habla ya silenciosamente al hombre por mil voces que se deslizan en su inconsciencia y le informan de sus secretos; el hombre no le responde ya por la misma afección silenciosa. Su diálogo amistoso, que impregnaba tal o cual área geográfica civi­ lizada de un carácter familiar, está interrumpido... En lugar de vivir la relación, el hombre la sueña. Y al llegar a este estadio de sus análisis, estos pensadores proponen una serie de curiosos y característicos ejemplos comprobatorios de sus aserciones: El religioso que en su celda diserta sobre el matrimonio, las relaciones conyugales, las reformas de estructura, et­ cétera, sin tener de ello la menor experiencia concreta; el político que construye la sociedad; el sabio de laboratorio, que traza los planos de la ciudad futura; el ingeniero que trata al hombre com o hace con la máquina; el artista, que obra según una teoría del arte; cada uno de nosotros que llevamos en la cabeza una idea preconcebida de tal o cual aspecto de la vida, somos arrastrados por esa corriente que, de una manera insidiosa o brutal, nos separa del ser. La mayor parte de los hombres de hoy son incapaces de vivir su vida: la civilización moribunda les traza sin descanso innumerables itinerarios de huida. El hombre actual se refugia en la abstracción que reside en el espíritu porque ha roto el pacto nupcial que había concluido con la naturaleza, introduciéndole en la presencia concreta de un mundo adap­ tado a su talla y a su potencia de encarnación. El segundo signo (prosigue Marcel de Corte, ob. cit. p. 35 ) que marca todo fin de ci­ vilización deriva de ello: la tendencia a unlversalizarse. Toda bstracción es, en efecto, uni­ versal: trascendiendo el espacio y el tiempo, es siempre y en todas partes parecida a sí misma. Ya el marxismo, el capitalismo y el cristianismo, que se reparten el o rb is lerrarum , atenúan sobre algunos puntos sus oposiciones ficticias, simpatizan oscuramente y se preparan a una especie de fusión cósmica bajo el efecto de una corriente única de alta tensión de «espiri­ tualidad colectiva». Sin duda los sistemas y los dogmas chocan aún con violencia; sin duda también, el cristianismo se niega, por las voces de los garantes de la ortodoxia, a establecer pactos con las ideas que condenan la fe, pero el moralista que pone atención en los hábitos y en la mentalidad de los hombres de hoy, no puede menos de apreciar tanto en las élites com o en la masa una orientación notable hacia el sincretismo; además el cristianismo (sobre todo en muchas sectas protestantes), por su parte, se desencarna, no siendo ya más que una inquietud religiosa análoga a la que procuran las teosofías, o un código superficial cuya influencia no desciende más abajo del cerebro, no escapa a la irresistible fascinación que ejercen sobre él las formas desencarnadas de la conciencia contemporánea. En resumen, la humanidad experimenta su afinidad planetaria y cambia de dimensión por una cons­ ciencia más intensa de su promoción a lo universal: un braceo gigantesco va a borrar toda diferencia entre los hombres. Esos dos índices se encuentran indiscutiblemente en la civilización antigua agonizante. Toda civilización que abandona la relación fundamental, siempre concreta, del hombre con el mundo, para complacerse en los paraísos artificiales de la abstracción, está marcada con el sello de la muerte. Toda civilización que universaliza y franquea los límites que le impone la expresión, siempre definida y circunscrita, de la vida y de los cambios orgánicos, abandona sus raíces y su profundidad. La imagen espectacular que el hombre se ha formado

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