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128 El fin de nuestra civilización según Maree! de Corte que nos han precedido. Una hermandad universal se está llevando a cabo en el mundo; y no se ve porque no puede llegarse por este camino a una superestructura orgánica, vital, muy superior a esas otras estructuras elementales, de todos los pueblos, como la idearon Vitoria y Suárez. Hasta en la Iglesia se nota algo parecido, como puede verse por la preocu pación actual por las sectas disidentes, por los emigrantes, por los infieles; y asimismo el interés de las sectas por el catolicismo. Quinta. —La solución, pues, no puedeconsistir en rechazar, v. gr., los adelantos técnicos, sinoenemplearlos cristianamente, respetando ladignidad humana del trabajador, yusándolos con la moderación debida. ¿Por qué no se podrán cristianizar el cine, la televisión, la radio, etcétera? Lo mismo se diga proporcionalmente de las instituciones que tienden a unlversa lizarse: la Iglesia católica tiende también; por eso es y se denomina «católica». ¿Habrá en ello algún pecado de «abstracción», que tanto crispa los nervios de Marcel? De modo que no nos ha demostrado que esté próximo el fin de nuestra civilización. El concepto de lo cíclico es muy relativo: que toda civilización sea cíclica resulta problemático. Una de las pruebas es que nadie ha sido buen profeta de lo porvenir, fuera de los inspirados por Dios; sólo quien conciba esas culturas como un organismo biológico—a la manera de Spengler y otros «organicistas» sociales—puede admitir ese determinismo cíclico. Hoy no creemos ni en el progreso en línea recta, como hace un siglo, ni en el eterno retorno, como Nietzsche. Admitimos, si, que nuestra civilización puede acabar por el uso insensato de las recentísimas armas nucleares (bombas de hidrógeno y cobalto) o por una invasión de bárbaros, que haga con el mundo occidental lo que los bárbaros del Norte hicieron con el Imperio Romano. Ante el panorama del mundo actual —tomado en toda su amplitud—, caben dos posi ciones o estados de ánimo: el optimista y el pesimista. El primero, interpretará todas esas agitaciones como los vagidos de un recién nacido a quien aguarda una vida feliz en un mundo mejor que el pasado; el segundo, creerá descubrir en ellas los estertores de un ago nizante, próximo a la muerte, originada por disolución orgánica y pérdida de vitalidad. Quizá lo correcto sería adoptar una posición intermedia: Lo caduco, «inhumano» e irre ligioso de nuestra civilización va a desaparecer (nunca por completo) a fuerza de escarmien tos y desengaños: lo valioso permanecerá y hasta podrá ser acrecentado, dirigido a la consecución del verdadero bien (humano y cristiano) de la sociedad universal por nuestros sucesores mejor pertrechados para ello que nosotros con la aleccionadora experiencia de los siglos pasados y de las crisis contemporáneas. Sexta. —Pero la crisis, la gran crisis del mundo moderno civilizado, o si se prefiere, la crisis de nuestra civilización «moderna», es la religiosa. El fenómeno es muy complejo. Se habla de descristianización. Europa, América y demás países de civilización «occidental» —como se dice ahora—, en lo que tienen de «modernos» se han descristianizado: se han hecho materialistas; como consecuencia, prácticamente ateos. O bien, sin llegar a tanto, son racionalistas; y como el cristianismo es radicalmente sobrenatural, tanto en sus dogmas como en sus sacramentos, como en su moral, síguese que aún muchos teístas han dejado de ser cristianos de verdad; y si se declaran cristianos, su cristianismo está desvirtuado, desfigurado. ¿Pero no hay grandes estratos en la sociedad contemporánea europea y americana donde florece el cristianismo auténtico? Sin duda alguna; pero eso, todo eso significa supervivencia de lo pasado. Lo moderno en cuanto tal es indiferente al cristianismo; peor aún, con frecuen cia es anticristiano. ¿Las causas? Como el fenómeno es tan complejo, se asignan muchas: El Protestantismo y su disgregación en centenares de sectas (más de trescientas); el enci clopedismo y la Revolución francesa; el idealismo y racionalismo de la filosofía alemana, la acción de la Masonería, el empuje del Comunismo... Mas no deben de ser estas solas las causas. Porque esto explicaría, a lo sumo, la descristianización de Europa y de América; mientras que el fenómeno de la irreligiosidad—de la pérdida del fervor religioso, la dis minución de la eficacia moral, social y política que ha ejercido la religión en los pueblos todos del género humano—, nose refieresolamente a losque hasta ahora hansidocristianos. No; la crisis irreligiosa extiéndese asimismo a las naciones asiáticas que profesaron el bu dismo, el confucianismo y el brahamanismo, juntamente con otras confesiones religiosas. Como entre nosotros se ha inventado el término «descristianización», podrían inventarse de parecido modo desbudistización, desconfucianización, desbrahamanización..., para designar la sobredicha crisis en China, en Japón, en la India y varios otros países; pero pro bablemente esos términos no tendrán fácil acogida en el idioma castellano. ¿Y del maho metismo? ¿Podrán decirse de él cosas parecidas, después del intenso fanatismo religioso que
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