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P. Gabriel de Soliello, O. F. M. Cap. 9 9 tia n o m ás cristiano . Los hom b res nacem os en un a n atu raleza carnal, y todo desarro llo hum an o lo es en la línea de la carne, de la anim alidad y del pecado. Es el típico an tihum an ism o p rotestan te. En cam bio la categoría cristian a consiste en ser espíritu, y ese espíritu se realiza únicam ente m ediante la negación de to d o lo n atu ra l, m ortificando en n o so tro s to d o lo que tenemos de hum ano . N o es cierto, com o escribió S chopenhauer, que la vida hum an a sea sufri­ m ien to . Si así fuera, rebate K ierkegaard, cu ando afirm am os qu e el cristia­ nism o lleva en su m ism a esencia la idea de sufrim iento no haríam o s o tra cosa que expresar un pleonasm o. P ero, no. La existencia h um a n a es ansia de vi­ vir po ten ciad a h asta el m áxim o de su tensión, y es entonces cu ando viene el cristian o y p lan tea el prob lem a de la renuncia to tal a lo que signifique co­ m od id ad y satisfacciones terrenales. D e ahí que la vida p o r su m isma natu raleza este o rien tad a hacia la m un ­ d an id ad , al p a r que el cristianism o se vuelca to d o en la dirección del espíritu. D e ah í tam bién que el cristianism o sea un a cosa trem endam en te seria y el vivir h um ano u n a cosa idílica. La vida h um a n a se caracteriza p o r la facilidad; la cristian a, en cam bio, po r la dificultad. Y recurre a una ingeniosa analog ía p ara c o rro b o ra r su teoría. Es ley de la existencia que cu a n to u n a cosa es más insignificante, ta n to se to rn a m ás fácil. L a vida de la p la n ta es m ás fácil que la del anim al, y la de éste, más que la del h om b re; la del niño, m ás que la de las personas mayores, y así sucesivamente. A h o ra bien, d ad o que el cristianism o h a confiado al hom bre el em peño m ás excelso en tre todo s los em peños posibles, el de asemejarse a D ios, se sigue que el existir cristianam en te resulte la cosa más difícil de este m undo. Y se com prende. N u estra natu raleza puja siempre hacia el m u ndo de lo sen­ sible, y cu ando nuestro ideal nos exige renunciam ientos, qué fácilm ente in ­ v entam o s subterfugios y escap ato rias p ara elud ir h o n rad am en te nuestros com ­ p rom iso s y buenas resoluciones. ¿Tiene aquí razón K ierkegaard? Al lado de observaciones em píricas y psicológicas, cuya ju stez a cu alqu iera de no so tro s puede g aran tizar, tiene erro ­ res de fondo que no deben ser pasados p o r alto. Y a es un p resupuesto g ratu ito , si se tom a en form a universal, que lo m ás elevado sea lo más difícil. P ara un p u ro espíritu, p o r ejemplo, las funciones cognoscitivas y volitivas no es muy presum ible que resulten difíciles. T am po co es, sin más evidente, que le resul­ tase m ás trab ajo so un acto heroico de v irtud a San F rancisco que a cual­ qu iera de no sotro s, o que a P latón o a San Agustín les resultase más costoso que a la generalidad de los m ortales el m antenerse en las cum bres de la es­ peculación.

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