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Fr. Eusebio de Pesquera, O. F. M . Cap. 273 Hacer bien a un alma en orden a la vida eterna es obra sobrenatural; y todo lo sobrenatural está fuera del alcance de las fuerzas simplemente humanas, porque entre el orden natural y el sobrenatural se da una desproporción esencial o enti- tativa. En el mundo de sobrenaturaleza, nosotros todos, con todas nuestras cualidades y acciones humanas, somos como una colección de redondos ceros; y así como los ceros aritméticos, sólo añadidos, juntados, conectados a unidades tienen verda­ dero valor, así también nosotros, sólo unidos a Dios y elevados por su gracia po­ demos ser o hacer algo en orden a la vida eterna. Todos los trabajos materiales del más incansable apóstol son absolutamente incapaces por sí mismos de mejorar a una sola alma: el último reducto de la voluntad sólo Dios puede forzarlo; y aunque es cierto que El ha querido que nosotros pongamos nuestro esfuerzo y colaboración en su obra salvadora, es cierto también que se ha reservado a sí mismo la concesión del fruto espiritual, otorgándolo no en atención a los afanes de quienes trabajan, sino movido por el amor suplicante de quienes a E l sólo buscan. «N i el que planta ni el que riega son verdaderamente importantes, sino Dios, que es quien da el creci­ miento » (I Cor. III, 7). Ya veis cómo una cualquiera de vosotras, con sus oraciones y sus quehaceres santificados, puede tener tanta parte en el bien de la Iglesia, en el mejoramiento de las almas, en la conversión de infieles y pecadores, como el más celoso sacerdote o misionero. Intervino una de las asistentes: — Todo eso será verdad; pero como no se ve nada, una termina por cansarse o desanimarse... ¿Quién puede asegurarnos de que efectivamente se está haciendo algo, y no perdiendo hermosamente el tiempo? — La fe. — ¡La fe...! Cuesta mucho vivir sólo de fe. ¡Si tuviéramos de cuando en cuando alguna prueba tangible de todo eso que creemos! Nos sentiríamos mucho más ani­ mosos. — Dios concede alguna vez tales pruebas, en atención a nuestra debilidad; pero le agrada bastante más el vernos asentados en la pura fe. « Porque me has visto, Tomás, ya crees — dijo Jesús al apóstol «incrédulo» — /... Bienaventurados aquellos que creen sin haber visto!» (Jo. X X , 29). ¡Hay que animarse, chicas! Y aunque no veamos el fruto de nuestro esfuerzo, creamos y esperemos. Semillas de bien que esparce la oración y riega el sacrificio, no pueden permanecer infecundas. Aquel que gobierna la brisa o el viento en el mundo físico, para llevar a donde conviene el polen de las flores y los gérmenes de las hierbas, hará también que las influencias divinas de vuestro oculto apostolado vayan a remediar necesidades de almas que sólo El conoce. Ellas y vosotras os ig­ noraréis mutuamente, quizá durante toda la vida; ni vosotras sabréis a quiénes estáis ayudando por la misericordia de Dios, ni ellas tendrán noticia de a quiénes deben sus beneficios espirituales, los mayores que una criatura puede recibir... Pero ya llegará el día de la luz, el día de la justicia, el día de que cada uno reciba aquello que le corresponde. Y entonces verán todas las generaciones humanas congregadas ante el tribunal de Cristo, que, por ejemplo, estos y los otros infieles, cuya conversión se atribuía a tal o cual misionero, de hecho han debido principal­ mente su salvación a aquella joven terciaria leonesa que, sencilla, modesta, amable, pasó por el mundo sin llamar la atención, pero amando muy de veras a Jesús e inmolándose a sí misma en oración y sacrificio por las almas; verán todos que si tales pecadores se convirtieron, y tal corazón se conservó inocente, y tal persona entró en el camino de la perfección, no fué tanto por la actividad de este párroco o el celo de aquel religioso, cuanto por la acción misteriosa de almas escondidas a la atención de los hombres y muy de veras entregadas a Dios. Tales almas serán

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