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Fr. Eusebio de Pesquera, O. F. M . Cap. 277 de la Oración (del cual fué siempre activa celadora), y la práctica de la comunión frecuente... ¡La de cosas que se dijeron cuando empezaron a verla ir a comulgar todos los d ías! De sus recuerdos personales de niño conservaba muy vivo el P. Fidel el de que ella pasaba largos ratos en oración. Los domingos, por ejemplo, después del rosario por la tarde, al que asistía todo el pueblo, se quedaba ella no poco tiempo en la iglesia; y cuando volvía a casa por alguna obligación, tan pronto como quedaba libre, mientras el marido y los hijos «pasaban el rato» fuera, ella subía con unos libros a la sala que había en el piso de arriba, y allí quedaba sola por un tiempo que a él le parecía interminable. Durante esos ratos no quería que nadie fuera a interrumpirla. El P. Fidel se acordaba de haber ido alguna vez con algún recado, y al abrir la puerta sin llamar, cosas de niño, quedar sobrecogido y asustado al sorprenderla de rodillas en una actitud que a él le parecía muy «extraña», pero que le infundía mucho respeto. Con su piedad corría parejas su caridad. Ningún pobre llamaba en vano a su puerta; cumplía generosamente con la hospitalidad, sobre todo si se trataba de algún religioso o sacerdote; tenía suma delicadeza para todos... ¡Cuántas veces había ido él de niño a llevar ocultamente alimentos y otras ayudas a familias del pueblo más necesitadas! Así sucedió que su muerte fué llorada por muchos, y en su entierro hicieron acto de presencia muchos pobres de la comarca, expresando su sentimiento con decir repetidamente que se les había ido quien era la mejor madre de los pobres. Pensaba también el P. Fidel que seguramente debía a su madre la vocación reli­ giosa, y no tan solo por la educación que de ella había recibido... Siendo bastante pequeño, y estando un día al lado de ella en la iglesia, el señor cura hizo el ejercicio d i una novena; al llegar aquello de «medítese brevemente y pídase la gracia que se desea conseguir», él preguntó b ajito : « ¿Qué quiere decir eso ?» Ella se lo explicó muy brevemente, y terminó así: «Tú pide que te concedan la gracia de ser fraile.» Desde entonces, siempre que en cualquier ejercicio piadoso llegaba aquello de «la gracia que se desea conseguir», él pedía invariablemente la gracia de ser fraile. En esta tarde leonesa de noviembre, ¡cuántos recuerdos se agolpaban en su alm a! Su madre incomparable seguramente habia concentrado en él sus últimas ternuras, pues él había sido «el pequeño, el último de ocho hijos... Le había dado también los cachetes necesarios, pues ella no dejaba pasar una; pero lo hacía todo de una manera tan digna, tan propia de una perfecta madre cristiana... Su corazón de niño había llegado a quererla con locura. No podía aguantar la simple idea de que ella pudiera morirse. Y pensaba, convencido, que, si aquello llegaba, a él tendrían que enterrarle con ella y metido en la misma caja. En la soledad de su celda, cuya ventana aún abierta, a pesar del fresco que hacía, daba al silencio del jardín, ya sumido en la primera oscuridad de la noche, el P. Fidel permanecía absorto o enajenado siguiendo el curso de sus evocaciones... Sonó en la campana conventual el toque del Angelus, y aquello le volvió a la realidad. Rezó la oración de María; quiso expresar a Dios su agradecimiento por haberle dado tal madre; y sintió luego la esperanza como el más suave descanso: ¡encontraría de nuevo en el cielo los brazos de quien había sido su madre en la tie rra! Que ella vivía en la eterna Patria, era cosa ciertísima, y con no poca gloria. Bien había merecido el cumplimiento de aquello que él — sacerdote — leía muchas veces en las misas de difuntos: « / Bienaventurados los que mueren en el Señor! Ha llegado para ellos, dice el Espíritu, la hora de que descansen de sus trabajos, y sus obras les siguen.» F r. E u s e b io d e P e s q u e r a , O . F . M . C a p .

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