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276 Por el mundo de las almas — ¿Qué le parece de este cementerio ? — No está mal; y espero que con los años vaya aún mejorando mucho. Pero a mí «me decía más cosas» el viejo, el que allí, por encima de la ciudad, abría sus puertas a la carretera de Asturias. Yo lo encontraba más bello, más recogido, más sugerente. Parecía que el alma del León que fué había quedado remansada en su seno. Cuando yo era estudiante de Teología, aún no estaba cerrado, y todos los no­ viembres, aprovechando una tarde de paseo, íbamos los colegiales a hacerle alguna visita. Para mí era aquélla una de las tardes más llenas. La inefable impresión de la visita me duraba días enteros. Salía de ella extrañamente sereno, sanamente pensa­ tivo, no poco confortado para seguir el difícil camino de aquella vida religiosa de estudiante capuchino, cuya monotonía de estudios y oración se dejaba sentir a veces con agobiante fatiga. Comprendía entonces mejor que nunca que cuando fuese llegando para todos el forzoso descanso del cementerio, no importaría segura­ mente mucho el haberlo pasado en la vida mejor o peor... La verdadera realidad empe­ zaría entonces, caídos ya los velos de las apariencias engañosas, y no sería la peor preparación a una dichosa existencia fuera del tiempo el haber pasado en duro servicio y sacrificio la breve peregrinación de los años. — No sé cómo usted puede encontrar gusto en este pensar o tratar con los muer­ tos. A mí la muerte no me hace ni pizca de gracia. — A mí tampoco me hace mucha; aún estoy bastante lejos de sentirla, a seme­ janza de nuestro Padre San Francisco, como una querida «hermana». Pero los cementerios no me desagradan, casi diría que me gustan; paso en ellos ratos in­ olvidables, como si escuchara un extraño lenguaje que hace «sentir» lo que otras hablas no aciertan a explicar. $ * *• Al encontrarse solo en su celda, después del regreso, se dió cuenta el P. Fidel de que seguramente en su predilección por el cementerio viejo de la ciudad influía no poco el haber allí una tumba que para él «tenía mucho de particular», aunque no lo tuviese para otros. Aquella tumba era exactamente lo mismo que otra tumba querida, la de su madre, que se encontraba en un pequeño cementerio lejano; y contemplándola, sentía perfumársele el alma con el recuerdo de la mujer bendita a quien debía el ser y no pocas cosas más. Poco tiempo había gozado de su tierna solicitud, pero sí lo suficiente para darse cuenta de su valía, de su excepcional calidad como mujer y como madre. Alta, serena, de clara y firme mirada, ejemplarísima en todo, parecía no faltarle nada para ser modelo acabado de mujeres cristianas, y así lo había expresado encomiás­ ticamente en El Diario de León, con ocasión de su muerte, el sacerdote del pueblo. Recordaba el P. Fidel cómo años más tarde de esa muerte, con ocasión de su primera visita al pueblo, acabada la carrera, todavía un vecino, que no era de la familia, le decía muy espontáneamente: «En tu casa y en el pueblo se nota la falta de tu madre. ¡Qué mujer aquélla! Parecía que todo lo llenaba.» El P. Fidel sólo había vivido habitualmente con ella los años de su niñez; pero ya entonces entendía sin dificultad la diferencia existente entre la mujer que era su madre y las demás mujeres que él conocía. A su madre no la veía nunca metida en parlerías ni en corros de vecinas, nunca fuera de casa, si no era para ir a la iglesia o cumplir con alguna forzosa obligación, siempre pendiente del marido y de los hijos; era evidentísimamente la mujer más piadosa del pueblo... Ya de mayor, se había enterado él, por algunos testimonios de quienes lo habían visto, de cuánto había tenido que trabajar y sufrir ella para establecer en el pueblo el Apostolado

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